la consecuencia
sitio de Ana María Cano y Héctor Rincón
Por qué. Para qué

Bienvenido. Estás en el acopio de algo parecido a una antología de materiales producidos durante el ejercicio activo de dos periodistas. De nosotros. Ana María Cano y Héctor Rincón. ¿Por qué lo hicimos? Porque quisimos, en primer lugar; y porque creemos que en ellos (en esos materiales) hay muestras perdurables de lo hecho y con ellos (con los materiales) podemos presumir que nos ha presidido la consecuencia. Seguimos una línea desde el origen de nuestros tiempos. Y seguimos en ella. Cómo ejercimos el oficio está no apenas en artículos que escribimos para los medios que nos acogieron sino, sobre todo, en los medios que creamos para poder hacer de ellos lo que más queríamos y que creíamos que debe ser el periodismo. La Hoja y Savia, son botones de muestra de Para qué.

En el editorial que nos fundó que se titula
Búsqueda y hallazgo de la consecuencia hay más razones del Por qué y del Para qué de esta vitrina (pasaporte de ingreso la consecuenciaypunto.com), que está en evolución: sumaremos más archivos y escribiremos sin calendario y siempre huyendo de sumarnos a la bulla de la actualidad y mucho menos a la vulgar y barata desinformación que ahora abunda.

la consecuencia y punto vinheta

Último
llamado

Con el viento en contra, audiencia a la baja, publicidad esquiva y atrapados por las redes, los medios van a la deriva

No ve uno –o no alcanzo a ver yo– aunque sean amagos
de cambios en el periodismo tradicional de Colombia para frenar su rumbo hacia el despeñadero del descrédito. Cae y cae, inmutable.

Atrapados en las redes y envidiosos de ellas, de su alcance, los medios no encuentran el hacia dónde. O no lo están buscando, creo, porque también están cautivos de sus propios egos y prefieren, como los toreros miedosos, protegerse detrás de los burladeros que son para ellos esas encuestas parroquiales de preferencias en las cuales siempre alguien tiene que salir de primero.

Desde mi desconecte voluntario del bullicio mediático, de todas maneras huelo los rastros de lo que se está haciendo en periodismo. Sin un miligramo de nostalgia y, desde luego, sin la ansiedad adictiva a las noticias en la que pasé una vida entera, pertenezco ahora, en mi actual reino, al 64 por ciento de los colombianos a quienes el contenido de los medios habituales no les genera confianza. Ni confianza ni agrado ni necesidad.

Es cierto que tampoco las encuestas son confiables, pero varias coinciden en que esos niveles de fe son bajos muy bajos. Y a darles respaldo a esas estadísticas ayuda la percepción del crecimiento de los medios alternativos y el reconocimiento de ellos que constantemente reciben con los premios de periodismo que les otorgan.

La confianza ha cambiado de bando. Los prototipos están por fuera de los grandes medios: abundan en la alternatividad en donde fructifica la postura de quienes ejercen el periodismo como contrapoder que es como debe ser y que me merece respeto y admiración.

Aparte de las redes con su atronadora contribución a la desinformación como parte de los contenidos y como menú de los medios, en Colombia al colapso de la credibilidad también aportó el cambio de rumbo de la prensa que era modelo del oficio, ligada al establecimiento pero que tuvo en el periodismo su esencia exclusiva.

Durante 94 años (1913 a 2007) la familia Santos fue la propietaria de El Tiempo. Que te gusten o no, que los quieras o no, allá tú, pero los Santos construyeron y mantuvieron una empresa periodística como ninguna otra en la historia de Colombia y las muestras de idoneidad profesional, rigor incluido, son memorables.

El traspaso de El Tiempo a un banquero, Luis Carlos Sarmiento, con un amplio portafolio de negocios que defender, fue malo para el periodismo. Tan malo para la respetabilidad del periodismo como hubiera sido malo para la idoneidad de la banca que a Pacho Santos lo hubieran puesto de presidente del Banco de Bogotá. O tal vez no tanto…

Una segunda erosión grave para la credibilidad general de los medios tradicionales del periodismo en la Colombia reciente, fue el cambio de dueños y de rumbo de la revista Semana. Con el ingreso del dinero y de las intenciones de los milmillonarios Gilinski esa revista pasó del trabajo esmerado y de su calidad fundacional a la ligereza y a la chabacanería. Ninguna época fue mejor para la interpretación y el análisis de las noticias que la de Felipe López en Semana. Y no ha habido ningún momento periodístico en el que fuera más protuberante la mentira por las informaciones sin fuentes como cuando estuvo Vicky Dávila en esa revista. Se mecatió una credibilidad construida durante décadas para, por un atajo, montar un proyecto político bastardo hacia el poder.

A la pérdida de confianza en los medios no aportó El Espectador, tal vez (pero no solo) porque en la transición de propiedad finalmente el mando quedó en poder de un periodista de apellido Cano y de nombre Fidel. Bingo.

Ocurrió en 2004 cuando terminó el largo proceso con el que la familia Cano dejó a El Espectador en el amplio catálogo de propiedades del Grupo Santodomingo, y el periódico ha mantenido un nivel alto en el contenido informativo, una riqueza de visiones en la opinión y ha innovado en formatos y propuesto nuevas maneras de alcanzar público.

Al desmoronamiento de la confianza en los medios acudió con ánimo pendenciero Gustavo Petro. A su diferente –y válido y legítimo origen político, condenado por el establecimiento como inaceptable–, él mismo le quitó solemnidad al descender del solio que le correspondía para vociferar con la muchedumbre de las redes. Se volvió uno más.

Y ahí tienes a los medios, a las pedradas, oponiéndose a lo que dice Petro en su histérico e inútil rosario de estallidos verbales inoportunos casi todos, mal escritos todos. Una riña en la que, por estar entretenidos en descifrar sus crípticos o ramplones tuits, los medios han malgastado tiempo que les correspondía al análisis del nulo gobierno de Petro. Porque nulo, nulo: en Colombia, el gobierno más malo siempre en el último, repetía Antonio Caballero.
Enardecer medios y redes y lograr parapetar con ello un gobierno desganado y sombrío. Ese, mi balance de la contribución de Petro a la “bancarrota de la información”, como la ha llamado El Edelman Trust Barometer tras una encuesta entre 33 mil personas en los 28 países en donde funciona.

Y sigo.
Una curiosidad en este derrumbe de la credibilidad del periodismo, la representa el periódico El Colombiano, de Medellín. Como todos los diarios físicos en Colombia, perdía y perdía lectores (y pierde y pierde) cuando en el imaginario de las sobremesas paisas se juntaron dos miedos: el a los milmillonarios Gilinski porque de pronto se antojaban de ese periódico ya que se habían tomado a Semana y estaban detrás de algunas sólidas empresas antioqueñas; y el miedo al gobierno de Petro cuando a Colombia la iba a volver Venezuela.

Ante esos uyyy!, los antiguos dueños de El Colombiano (familias Gómez y Hernández), que ya habían encontrado unos compradores insospechados (unos fulanitos allegados a Iván Duque, el que estuvo en la Casa de Nariño), vendieron finalmente a esos y a un grupo de milmillonarios de Medellín, y los nuevos dueños convirtieron el periódico en una trinchera antipetrista. Ante todo y sistemáticamente, eso. Ante todo y empecinadamente, eso. Una oposición editorial muy lejana del verdadero periodismo y más bien cercana a esas pulsiones eróticas con las que se satisfacen necesidades corporales como las identifica Freud.

En fin. Con las audiencias a la baja y a la baja la publicidad más esquiva que siempre; con las redes más alborotadas que nunca ahora convocadas a decir más mentiras; con los milmillonarios estadounidenses gobernando y con el calendario electoral de Colombia que siempre está en campaña política, con todo ese viento en contra los medios tradicionales se enfrentan a épocas más complejas que nunca antes. Y sin brújula. A la topatolondra.

Héctor Rincón. Enero 2025

ví | oí | leí



Sección para contar otras cosas, para huir del monotema, para recibir sugerencias sobre qué hacer con el ocio que es lo que más nos complace en estos tiempos.

Cien años de discusión

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La novela fue publicada hace 58 años (1967), y desde sus primeras lecturas y la invención del realismo mágico se abrió la discusión: ¿se puede hacer cine con semejante abundancia de imágenes?

Así que no cabía menos que lo que ha pasado con la serie de Netflix que terminó su primera temporada y no consiguió la unanimidad para ningún bando. Los del no me gusta han sido apabullantes hasta el exhibicionismo. Se presentan casi siempre como defensores de oficio de la maestría literaria y, como la casi graciosa opinadora Carolina Sanín, advierte a su clientela maldita sea tuve que interrumpir vacaciones para hablar de esto, y acusa de parricidas a los hijos de García Márquez.

Los que han disfrutado la serie no saben bien por qué o no son tan elocuentes, sino escuetos gastadores de ocio. Que quizás no han leído la novela. Que puede que la lean.

Otros han sido (somos) también apasionados con el tema pero sin sobreactuaciones: en general, regular tirando a mala. Deficiente en diálogos; equívoca en la deriva hacia el conflicto armado; pésima, pero pésima, en los trozos de narración en off; magnífica en los ardores de Rebeca Buendía; dulce la primera Úrsula Iguarán; verosímil Pilar Ternera. En fin.

Y sobresaliente la dirección de algunos capítulos por Laura Mora. El quinto y el sexto. Sin que se sepa qué lleva a los dueños de la producción a tener directores distintos, la observación de detalles en el relato, en la conducción de actores, en el arte escenográfico, han sido distintos con Laura Mora.

En plataformas

Casi dueñas del entretenimiento, las plataformas tradicionales tienen ahora una competencia que presenta novedades no esperadas: Mubi.
Una plataforma de lo que podríamos llamar refritos. Pero mucho más y qué delicia. Los refritos: películas muy bien escogidas de todas las épocas, perdidas en la memoria, ordenadas en géneros o en directores, que te las muestran de manera atractiva.

De Luis Buñuel, por ejemplo:
Bella de día, con Catherine Deneuve, de 1967, quizás el más clásico filme del director aragonés servido en esta plataforma.

vi-oi-lei-bella-de-dia-la-consecuencia

Otra línea de contenido de Mubi es el cine de bien lejos. O sobre acontecimientos fuera de la órbita habitual. Incendios, por ejemplo, cuenta de una manera poética un aterrador episodio de una de las guerras del Líbano. Denis Villeneuve hace este filme desgarrador pero indispensable para entender en qué mundo estamos.

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Una sugerencia más en Mubi: Días perfectos.
Wim Wenders dirige a Kōji Yakusho en una película serena. No hay en esa historia ni un solo sobresalto. Es menos: no hay ni siquiera una historia. Es una belleza filmada, editada y puesta en formato cine. Días perfectos.

vi-oi-lei-dias-perfectos-la-consecuencia

En una palabra, Mubi es curaduría. Una curaduría hábil y muy global para una plataforma indispensable como descanso de tanto thriller de asesinatos, secuestro de niños, crímenes seriales y corrupciones políticas.

Cambio de plataforma. En Star está una serie que sigue ganando premios en festivales. Shōgun, la historia de una guerra civil en Japón en los 1.600, inspirada en la novela de James Clavell. Historia lejana, necesaria y bella. Por lo que cuenta y por cómo lo cuenta. Un derroche de todo: escenografía, guion, actores. Conmueven las palabras y deja de importar la insoslayable crudeza de los métodos de guerra de los japoneses de época. Hiroyuki Sanada, el Shōgun, y Anna Sawai, la conmovedora Lady Mariko, se llevan los más sonoros aplausos pero no los únicos.

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El infierno en marcha

De incendios incontrolables está hecha la actualidad que no depende de la guerra ni de las maniobras hacia el poder absoluto de las autocracias en el mundo.

Un dato confiable: entre el 2019 y el 2023, el área del planeta afectada por los incendios fue del 15.8%. Los territorios más afectados: Australia, Siberia y América del Sur, con la Amazonia en primera línea.

Filosofía en medios

La filosofía recibe espacio cero en los medios. Ni siquiera la palabra merece ser escrita en la mayoría de ellos. Por eso hay tanto que leer en lo que hace Jaime Rubio Hancock en El País de España: una columna en páginas de opinión y un boletín (que de manera tan repelente otros llaman Newsletter) que titula Filosofía inútil.

Denle una mirada.
En una de sus columnas, Rubio Hancock escribió algo simple sobre derechos: “no debemos reclamar en nombre de la tolerancia el derecho a no tolerar a los intolerantes. No hay que pegar a los nazis. Basta con no votarles”.

Kundera siempre

vi-oi-lei-la-insoportable-la-consecuencia

Releer se va imponiendo como un instrumento de varios filos. Es regresar a ciertos autores y títulos; es retar la memoria y es volver a entender (o no) por qué ese libro nos abrió un hueco.

En Esa insoportable levedad del ser, otra vez Milan Kundera acudió como en aquellos tiempos. Para volver a entender otros momentos turbios de la Europa oriental, tanques, rusos, clandestinidades, amores sospechosos.
Apunté:
“el amor empieza por una metáfora. Dicho de otro modo: el amor empieza en el momento en que una mujer inscribe su primera palabra en nuestra memoria poética”.

Y subrayé:
“¿Qué es la coquetería? Podría decirse que es un comportamiento que pretende poner en conocimiento de otra persona que un acercamiento sexual es posible, de tal modo que esta posibilidad no aparezca nunca como una seguridad. Dicho de otro modo: la coquetería es una promesa de coito sin garantía”.

la consecuencia y punto vinheta
Último llamado
Con el viento en contra, audiencia a la baja, publicidad esquiva y atrapados por las redes, los medios van a la deriva

No ve uno –o no alcanzo a ver yo– aunque sean amagos
de cambios en el periodismo tradicional de Colombia para frenar su rumbo hacia el despeñadero del descrédito. Cae y cae, inmutable.

Atrapados en las redes y envidiosos de ellas, de su alcance, los medios no encuentran el hacia dónde. O no lo están buscando, creo, porque también están cautivos de sus propios egos y prefieren, como los toreros miedosos, protegerse detrás de los burladeros que son para ellos esas encuestas parroquiales de preferencias en las cuales siempre alguien tiene que salir de primero.

Desde mi desconecte voluntario del bullicio mediático, de todas maneras huelo los rastros de lo que se está haciendo en periodismo. Sin un miligramo de nostalgia y, desde luego, sin la ansiedad adictiva a las noticias en la que pasé una vida entera, pertenezco ahora, en mi actual reino, al 64 por ciento de los colombianos a quienes el contenido de los medios habituales no les genera confianza. Ni confianza ni agrado ni necesidad.

Es cierto que tampoco las encuestas son confiables, pero varias coinciden en que esos niveles de fe son bajos muy bajos. Y a darles respaldo a esas estadísticas ayuda la percepción del crecimiento de los medios alternativos y el reconocimiento de ellos que constantemente reciben con los premios de periodismo que les otorgan.

La confianza ha cambiado de bando. Los prototipos están por fuera de los grandes medios: abundan en la alternatividad en donde fructifica la postura de quienes ejercen el periodismo como contrapoder que es como debe ser y que me merece respeto y admiración.

Aparte de las redes con su atronadora contribución a la desinformación como parte de los contenidos y como menú de los medios, en Colombia al colapso de la credibilidad también aportó el cambio de rumbo de la prensa que era modelo del oficio, ligada al establecimiento pero que tuvo en el periodismo su esencia exclusiva.

Durante 94 años (1913 a 2007) la familia Santos fue la propietaria de El Tiempo. Que te gusten o no, que los quieras o no, allá tú, pero los Santos construyeron y mantuvieron una empresa periodística como ninguna otra en la historia de Colombia y las muestras de idoneidad profesional, rigor incluido, son memorables.

El traspaso de El Tiempo a un banquero, Luis Carlos Sarmiento, con un amplio portafolio de negocios que defender, fue malo para el periodismo. Tan malo para la respetabilidad del periodismo como hubiera sido malo para la idoneidad de la banca que a Pacho Santos lo hubieran puesto de presidente del Banco de Bogotá. O tal vez no tanto…

Una segunda erosión grave para la credibilidad general de los medios tradicionales del periodismo en la Colombia reciente, fue el cambio de dueños y de rumbo de la revista Semana. Con el ingreso del dinero y de las intenciones de los milmillonarios Gilinski esa revista pasó del trabajo esmerado y de su calidad fundacional a la ligereza y a la chabacanería. Ninguna época fue mejor para la interpretación y el análisis de las noticias que la de Felipe López en Semana. Y no ha habido ningún momento periodístico en el que fuera más protuberante la mentira por las informaciones sin fuentes como cuando estuvo Vicky Dávila en esa revista. Se mecatió una credibilidad construida durante décadas para, por un atajo, montar un proyecto político bastardo hacia el poder.

A la pérdida de confianza en los medios no aportó El Espectador, tal vez (pero no solo) porque en la transición de propiedad finalmente el mando quedó en poder de un periodista de apellido Cano y de nombre Fidel. Bingo.

Ocurrió en 2004 cuando terminó el largo proceso con el que la familia Cano dejó a El Espectador en el amplio catálogo de propiedades del Grupo Santodomingo, y el periódico ha mantenido un nivel alto en el contenido informativo, una riqueza de visiones en la opinión y ha innovado en formatos y propuesto nuevas maneras de alcanzar público.

Al desmoronamiento de la confianza en los medios acudió con ánimo pendenciero Gustavo Petro. A su diferente –y válido y legítimo origen político, condenado por el establecimiento como inaceptable–, él mismo le quitó solemnidad al descender del solio que le correspondía para vociferar con la muchedumbre de las redes. Se volvió uno más.

Y ahí tienes a los medios, a las pedradas, oponiéndose a lo que dice Petro en su histérico e inútil rosario de estallidos verbales inoportunos casi todos, mal escritos todos. Una riña en la que, por estar entretenidos en descifrar sus crípticos o ramplones tuits, los medios han malgastado tiempo que les correspondía al análisis del nulo gobierno de Petro. Porque nulo, nulo: en Colombia, el gobierno más malo siempre en el último, repetía Antonio Caballero.
Enardecer medios y redes y lograr parapetar con ello un gobierno desganado y sombrío. Ese, mi balance de la contribución de Petro a la “bancarrota de la información”, como la ha llamado El Edelman Trust Barometer tras una encuesta entre 33 mil personas en los 28 países en donde funciona.

Y sigo.
Una curiosidad en este derrumbe de la credibilidad del periodismo, la representa el periódico El Colombiano, de Medellín. Como todos los diarios físicos en Colombia, perdía y perdía lectores (y pierde y pierde) cuando en el imaginario de las sobremesas paisas se juntaron dos miedos: el a los milmillonarios Gilinski porque de pronto se antojaban de ese periódico ya que se habían tomado a Semana y estaban detrás de algunas sólidas empresas antioqueñas; y el miedo al gobierno de Petro cuando a Colombia la iba a volver Venezuela.

Ante esos uyyy!, los antiguos dueños de El Colombiano (familias Gómez y Hernández), que ya habían encontrado unos compradores insospechados (unos fulanitos allegados a Iván Duque, el que estuvo en la Casa de Nariño), vendieron finalmente a esos y a un grupo de milmillonarios de Medellín, y los nuevos dueños convirtieron el periódico en una trinchera antipetrista. Ante todo y sistemáticamente, eso. Ante todo y empecinadamente, eso. Una oposición editorial muy lejana del verdadero periodismo y más bien cercana a esas pulsiones eróticas con las que se satisfacen necesidades corporales como las identifica Freud.

En fin. Con las audiencias a la baja y a la baja la publicidad más esquiva que siempre; con las redes más alborotadas que nunca ahora convocadas a decir más mentiras; con los milmillonarios estadounidenses gobernando y con el calendario electoral de Colombia que siempre está en campaña política, con todo ese viento en contra los medios tradicionales se enfrentan a épocas más complejas que nunca antes. Y sin brújula. A la topatolondra.

Héctor Rincón. Enero 2025

Con el viento en contra, audiencia a la baja, publicidad esquiva y atrapados por las redes, los medios van a la deriva

No ve uno –o no alcanzo a ver yo– aunque sean amagos
de cambios en el periodismo tradicional de Colombia para frenar su rumbo hacia el despeñadero del descrédito. Cae y cae, inmutable.

Atrapados en las redes y envidiosos de ellas, de su alcance, los medios no encuentran el hacia dónde. O no lo están buscando, creo, porque también están cautivos de sus propios egos y prefieren, como los toreros miedosos, protegerse detrás de los burladeros que son para ellos esas encuestas parroquiales de preferencias en las cuales siempre alguien tiene que salir de primero.

Desde mi desconecte voluntario del bullicio mediático, de todas maneras huelo los rastros de lo que se está haciendo en periodismo. Sin un miligramo de nostalgia y, desde luego, sin la ansiedad adictiva a las noticias en la que pasé una vida entera, pertenezco ahora, en mi actual reino, al 64 por ciento de los colombianos a quienes el contenido de los medios habituales no les genera confianza. Ni confianza ni agrado ni necesidad.

Es cierto que tampoco las encuestas son confiables, pero varias coinciden en que esos niveles de fe son bajos muy bajos. Y a darles respaldo a esas estadísticas ayuda la percepción del crecimiento de los medios alternativos y el reconocimiento de ellos que constantemente reciben con los premios de periodismo que les otorgan.

La confianza ha cambiado de bando. Los prototipos están por fuera de los grandes medios: abundan en la alternatividad en donde fructifica la postura de quienes ejercen el periodismo como contrapoder que es como debe ser y que me merece respeto y admiración.

Aparte de las redes con su atronadora contribución a la desinformación como parte de los contenidos y como menú de los medios, en Colombia al colapso de la credibilidad también aportó el cambio de rumbo de la prensa que era modelo del oficio, ligada al establecimiento pero que tuvo en el periodismo su esencia exclusiva.

Durante 94 años (1913 a 2007) la familia Santos fue la propietaria de El Tiempo. Que te gusten o no, que los quieras o no, allá tú, pero los Santos construyeron y mantuvieron una empresa periodística como ninguna otra en la historia de Colombia y las muestras de idoneidad profesional, rigor incluido, son memorables.

El traspaso de El Tiempo a un banquero, Luis Carlos Sarmiento, con un amplio portafolio de negocios que defender, fue malo para el periodismo. Tan malo para la respetabilidad del periodismo como hubiera sido malo para la idoneidad de la banca que a Pacho Santos lo hubieran puesto de presidente del Banco de Bogotá. O tal vez no tanto…

Una segunda erosión grave para la credibilidad general de los medios tradicionales del periodismo en la Colombia reciente, fue el cambio de dueños y de rumbo de la revista Semana. Con el ingreso del dinero y de las intenciones de los milmillonarios Gilinski esa revista pasó del trabajo esmerado y de su calidad fundacional a la ligereza y a la chabacanería. Ninguna época fue mejor para la interpretación y el análisis de las noticias que la de Felipe López en Semana. Y no ha habido ningún momento periodístico en el que fuera más protuberante la mentira por las informaciones sin fuentes como cuando estuvo Vicky Dávila en esa revista. Se mecatió una credibilidad construida durante décadas para, por un atajo, montar un proyecto político bastardo hacia el poder.

A la pérdida de confianza en los medios no aportó El Espectador, tal vez (pero no solo) porque en la transición de propiedad finalmente el mando quedó en poder de un periodista de apellido Cano y de nombre Fidel. Bingo.

Ocurrió en 2004 cuando terminó el largo proceso con el que la familia Cano dejó a El Espectador en el amplio catálogo de propiedades del Grupo Santodomingo, y el periódico ha mantenido un nivel alto en el contenido informativo, una riqueza de visiones en la opinión y ha innovado en formatos y propuesto nuevas maneras de alcanzar público.

Al desmoronamiento de la confianza en los medios acudió con ánimo pendenciero Gustavo Petro. A su diferente –y válido y legítimo origen político, condenado por el establecimiento como inaceptable–, él mismo le quitó solemnidad al descender del solio que le correspondía para vociferar con la muchedumbre de las redes. Se volvió uno más.

Y ahí tienes a los medios, a las pedradas, oponiéndose a lo que dice Petro en su histérico e inútil rosario de estallidos verbales inoportunos casi todos, mal escritos todos. Una riña en la que, por estar entretenidos en descifrar sus crípticos o ramplones tuits, los medios han malgastado tiempo que les correspondía al análisis del nulo gobierno de Petro. Porque nulo, nulo: en Colombia, el gobierno más malo siempre en el último, repetía Antonio Caballero.
Enardecer medios y redes y lograr parapetar con ello un gobierno desganado y sombrío. Ese, mi balance de la contribución de Petro a la “bancarrota de la información”, como la ha llamado El Edelman Trust Barometer tras una encuesta entre 33 mil personas en los 28 países en donde funciona.

Y sigo.
Una curiosidad en este derrumbe de la credibilidad del periodismo, la representa el periódico El Colombiano, de Medellín. Como todos los diarios físicos en Colombia, perdía y perdía lectores (y pierde y pierde) cuando en el imaginario de las sobremesas paisas se juntaron dos miedos: el a los milmillonarios Gilinski porque de pronto se antojaban de ese periódico ya que se habían tomado a Semana y estaban detrás de algunas sólidas empresas antioqueñas; y el miedo al gobierno de Petro cuando a Colombia la iba a volver Venezuela.

Ante esos uyyy!, los antiguos dueños de El Colombiano (familias Gómez y Hernández), que ya habían encontrado unos compradores insospechados (unos fulanitos allegados a Iván Duque, el que estuvo en la Casa de Nariño), vendieron finalmente a esos y a un grupo de milmillonarios de Medellín, y los nuevos dueños convirtieron el periódico en una trinchera antipetrista. Ante todo y sistemáticamente, eso. Ante todo y empecinadamente, eso. Una oposición editorial muy lejana del verdadero periodismo y más bien cercana a esas pulsiones eróticas con las que se satisfacen necesidades corporales como las identifica Freud.

En fin. Con las audiencias a la baja y a la baja la publicidad más esquiva que siempre; con las redes más alborotadas que nunca ahora convocadas a decir más mentiras; con los milmillonarios estadounidenses gobernando y con el calendario electoral de Colombia que siempre está en campaña política, con todo ese viento en contra los medios tradicionales se enfrentan a épocas más complejas que nunca antes. Y sin brújula. A la topatolondra.

Héctor Rincón. Enero 2025

De paisaje, bien

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Hay una región que es la del suroeste de Antioquia. Una cadena de montañas que se desprende de la cordillera central. En ese sistema montañoso, está Cerro Tusa. Esos 600 metros de altura desde su base hacen un paisaje. Nuestro paisaje. El paisaje que vemos los de laconsecuenciaypunto.com

El paisaje es de todos los que lo ven. Las fotos –estas– son algunas imágenes de los cientos de momentos que ha tomado Ana María Cano.

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Sección para contar otras cosas, para huir del monotema, para recibir sugerencias sobre qué hacer con el ocio que es lo que más nos complace en estos tiempos.

Cien años de discusión

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La novela fue publicada hace 58 años (1967), y desde sus primeras lecturas y la invención del realismo mágico se abrió la discusión: ¿se puede hacer cine con semejante abundancia de imágenes?

Así que no cabía menos que lo que ha pasado con la serie de Netflix que terminó su primera temporada y no consiguió la unanimidad para ningún bando. Los del no me gusta han sido apabullantes hasta el exhibicionismo. Se presentan casi siempre como defensores de oficio de la maestría literaria y, como la casi graciosa opinadora Carolina Sanín, advierte a su clientela maldita sea tuve que interrumpir vacaciones para hablar de esto, y acusa de parricidas a los hijos de García Márquez.

Los que han disfrutado la serie no saben bien por qué o no son tan elocuentes, sino escuetos gastadores de ocio. Que quizás no han leído la novela. Que puede que la lean.

Otros han sido (somos) también apasionados con el tema pero sin sobreactuaciones: en general, regular tirando a mala. Deficiente en diálogos; equívoca en la deriva hacia el conflicto armado; pésima, pero pésima, en los trozos de narración en off; magnífica en los ardores de Rebeca Buendía; dulce la primera Úrsula Iguarán; verosímil Pilar Ternera. En fin.

Y sobresaliente la dirección de algunos capítulos por Laura Mora. El quinto y el sexto. Sin que se sepa qué lleva a los dueños de la producción a tener directores distintos, la observación de detalles en el relato, en la conducción de actores, en el arte escenográfico, han sido distintos con Laura Mora.

En plataformas

Casi dueñas del entretenimiento, las plataformas tradicionales tienen ahora una competencia que presenta novedades no esperadas: Mubi.
Una plataforma de lo que podríamos llamar refritos. Pero mucho más y qué delicia. Los refritos: películas muy bien escogidas de todas las épocas, perdidas en la memoria, ordenadas en géneros o en directores, que te las muestran de manera atractiva.

De Luis Buñuel, por ejemplo:
Bella de día, con Catherine Deneuve, de 1967, quizás el más clásico filme del director aragonés servido en esta plataforma.

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Otra línea de contenido de Mubi es el cine de bien lejos. O sobre acontecimientos fuera de la órbita habitual. Incendios, por ejemplo, cuenta de una manera poética un aterrador episodio de una de las guerras del Líbano. Denis Villeneuve hace este filme desgarrador pero indispensable para entender en qué mundo estamos.

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Una sugerencia más en Mubi: Días perfectos.
Wim Wenders dirige a Kōji Yakusho en una película serena. No hay en esa historia ni un solo sobresalto. Es menos: no hay ni siquiera una historia. Es una belleza filmada, editada y puesta en formato cine. Días perfectos.

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En una palabra, Mubi es curaduría. Una curaduría hábil y muy global para una plataforma indispensable como descanso de tanto thriller de asesinatos, secuestro de niños, crímenes seriales y corrupciones políticas.

Cambio de plataforma. En Star está una serie que sigue ganando premios en festivales. Shōgun, la historia de una guerra civil en Japón en los 1.600, inspirada en la novela de James Clavell. Historia lejana, necesaria y bella. Por lo que cuenta y por cómo lo cuenta. Un derroche de todo: escenografía, guion, actores. Conmueven las palabras y deja de importar la insoslayable crudeza de los métodos de guerra de los japoneses de época. Hiroyuki Sanada, el Shōgun, y Anna Sawai, la conmovedora Lady Mariko, se llevan los más sonoros aplausos pero no los únicos.

vi-oi-lei-shogun-la-consecuencia

El infierno en marcha

De incendios incontrolables está hecha la actualidad que no depende de la guerra ni de las maniobras hacia el poder absoluto de las autocracias en el mundo.

Un dato confiable: entre el 2019 y el 2023, el área del planeta afectada por los incendios fue del 15.8%. Los territorios más afectados: Australia, Siberia y América del Sur, con la Amazonia en primera línea.

Filosofía en medios

La filosofía recibe espacio cero en los medios. Ni siquiera la palabra merece ser escrita en la mayoría de ellos. Por eso hay tanto que leer en lo que hace Jaime Rubio Hancock en El País de España: una columna en páginas de opinión y un boletín (que de manera tan repelente otros llaman Newsletter) que titula Filosofía inútil.

Denle una mirada.
En una de sus columnas, Rubio Hancock escribió algo simple sobre derechos: “no debemos reclamar en nombre de la tolerancia el derecho a no tolerar a los intolerantes. No hay que pegar a los nazis. Basta con no votarles”.

Kundera siempre

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Releer se va imponiendo como un instrumento de varios filos. Es regresar a ciertos autores y títulos; es retar la memoria y es volver a entender (o no) por qué ese libro nos abrió un hueco.

En Esa insoportable levedad del ser, otra vez Milan Kundera acudió como en aquellos tiempos. Para volver a entender otros momentos turbios de la Europa oriental, tanques, rusos, clandestinidades, amores sospechosos.
Apunté:
“el amor empieza por una metáfora. Dicho de otro modo: el amor empieza en el momento en que una mujer inscribe su primera palabra en nuestra memoria poética”.

Y subrayé:
“¿Qué es la coquetería? Podría decirse que es un comportamiento que pretende poner en conocimiento de otra persona que un acercamiento sexual es posible, de tal modo que esta posibilidad no aparezca nunca como una seguridad. Dicho de otro modo: la coquetería es una promesa de coito sin garantía”.