Por qué. Para qué
Bienvenido. Estás en el acopio de algo parecido a una antología de materiales producidos durante el ejercicio activo de dos periodistas. De nosotros. Ana María Cano y Héctor Rincón. ¿Por qué lo hicimos? Porque quisimos, en primer lugar; y porque creemos que en ellos (en esos materiales) hay muestras perdurables de lo hecho y con ellos (con los materiales) podemos presumir que nos ha presidido la consecuencia. Seguimos una línea desde el origen de nuestros tiempos. Y seguimos en ella. Cómo ejercimos el oficio está no apenas en artículos que escribimos para los medios que nos acogieron sino, sobre todo, en los medios que creamos para poder hacer de ellos lo que más queríamos y que creíamos que debe ser el periodismo. La Hoja y Savia, son botones de muestra de Para qué.
En el editorial que nos fundó que se titula
Búsqueda y hallazgo de la consecuencia hay más razones del Por qué y del Para qué de esta vitrina (pasaporte de ingreso la consecuenciaypunto.com), que está en evolución: sumaremos más archivos y escribiremos sin calendario y siempre huyendo de sumarnos a la bulla de la actualidad y mucho menos a la vulgar y barata desinformación que ahora abunda.
De visita en la acacia
No decimos que sucede a diario, pero nos pasa. Al abrir una ventana, de repente están ahí. Un grupo de ellas suele visitar una acacia que ha crecido como un árbol doméstico, una mascota gigante, donde vivimos los de la consecuenciaypunto.com
Facsímil de la carátula de la edición de La Hoja en la que se publicó originalmente este artículo.
Desde los años veinte del siglo pasado, hacen una comunidad de peso en Medellín. La historia de los judíos en la ciudad, reconstruida en La Hoja por Lina Britto en 1998
No se oye a sí mismo con claridad. Se explica en ruso o en hebreo sin distinguir bien qué lengua está usando. Después, cuando quien lo escucha lo mira con extrañeza, se da cuenta que no se hizo entender, entonces traduce, en voz alta, al español que lleva años hablando con una sucia pronunciación.
No, no se llama María, así le dicen ustedes, pero ese no es su nombre. Dice Don Abraham Isaac Sudit para explicar una de las tantas diferencias que existe entre su religión, el judaísmo, y el cristianismo. “Miriam”, lo dice por fin, en hebreo María es Miriam y Jesús es un judío más, nunca el Mesías, concluye sin asomo de duda.
Don Abraham es uno de los tantos judíos que viven en Medellín hace más de medio siglo. Experto en el Talmud y la Torá, o sea la ley y las escrituras, Don Abraham fue durante muchos años el líder religioso de la comunidad hebrea de la ciudad hasta la llegada de los rabinos.
Ahora, tal vez por los 88 años que suman su vida, cada despertar es un caer rendido ante el olvido. Y tal vez porque siempre se resistió a perder lo mejor que había heredado, su religión, lucha con su memoria para conservar la tradición y los recuerdos de Sara, su esposa fallecida hace tres años, por quien todavía se toca el corazón al pronunciar su nombre.
Ya casi no va a la sinagoga para hacer sus rezos. Ora en una de las habitaciones de su pequeño apartamento en un quinto piso de un viejo edificio en pleno centro de la ciudad, aprovechando que los judíos no necesitan intermediarios para hablar con Dios. Con su kipá, el pequeño sombrerito que llevan en la coronilla de la cabeza, su talit, el manto con flequillos, y los tefilim o filacterias, correas que se enrollan en el brazo izquierdo y en la frente, reza ante Dios. El solo, todos los días como lo dice la ley judía.
Nada más los viernes se da la licencia de tomar un taxi, a pesar de que no se puede andar en ningún vehículo, para ir al templo y participar del Shabat con el que se inicia el día de descanso que desde la creación es orden eterna. Después de siete días que tardó el Creador convirtiendo a la nada en cielo y tierra, en animales y plantas, en hombres y mujeres, descansó. Siete días se tomó, a pesar de que pudo haberlo hecho en un solo instante, para enseñarle a sus criaturas que todo se hace con tiempo.
Don Abraham, al igual que muchas otras familias, llegó al valle de Aburrá en medio de la dispersión a la que tuvieron que recurrir cuando en sus tierras natales la persecución contra ellos era insostenible.
Llegaron para protegerse de una guerra que se les venía encima y para la que no existía escondite posible en Europa. Se instalaron en una ciudad que para la época era tan pequeña y cerrada como conservadora y católica. Y se quedaron, como siempre lo hacen, generación tras generación, sobreviviendo de su propia tradición.
Desde las épocas de la conquista y la colonia, los judíos fueron parte de la población extranjera y flotante que iba de un lado a otro tomando posesión. En 1492, la corona española ordenó la conversión al catolicismo de todos los judíos que habitaban el reino, de lo contrario, la expulsión de la península.
Los Reyes Católicos simplemente se cansaron de cumplir con su deber de cristianos que les señalaba, desde los tiempos de San Agustín, aceptar a los judíos con la esperanza de su conversión. La política, la economía y la religión se unieron en un sólo edicto de expulsión, que antes se había llevado a cabo en Francia e Inglaterra.
La decisión coincidió con las aventuras de Colón; tan sólo en la primera travesía viajaron cinco judíos conversos reconocidos, entre los que estaba Luis de Torres, políglota versado e intérprete oficial experto en hebreo y arameo ‒cargo de gran importancia dentro de la expedición pues se tenía calculado llegar a las indias orientales.
Los judíos que llegaron a América durante estos cinco siglos eran de origen sefardí, región al oriente de Jerusalén que incluye Turquía, Egipto y por supuesto España. Para este siglo, cuando la presencia judía se hizo masiva a raíz del antisemitismo que se vivía en toda Europa, los hebreos que llegaron eran askenazíes, es decir de la zona al occidente de Jerusalén en donde se cuenta Polonia, Rumania, Alemania y Rusia.
Justamente esta fue la región de donde salió don Abraham cuando era tan joven que ni lo recuerda. Se fue de Rusia después de ser soldado, recorrió todas las regiones vecinas en busca de paz y se trasladó a América siguiendo a su hermano, comerciante y aventurero.
Ya no recuerda cómo terminó en Medellín, o si su memoria le concede una tregua, lo rememora en ruso o hebreo. Sabe que llegó el mismo mes que mataron a Gaitán (abril de 1948), que todo el país estaba enloquecido, pero en Medellín se podía vivir.
Los Rabinovich, Yanovich, Wielgus, Lerner, Bluman, Chamah, Manevich, Master, Goldstein, Winograd y dos centenares más de familias o individuos fueron llegando con el tiempo, atraídos por los comentarios de conocidos que les hablaban de Medellín como el reposo buscado.
Algunos de esa primera etapa prefirieron mantener sus costumbres del campo europeo del que procedían y se trasladaron para La Unión, al oriente de Medellín, en busca de tierra para sembrar. Pero muy pronto llegaron a la ciudad que trataban de evitar y se instalaron.
La mayor migración se produjo por los años 30 cuando un grupo de polacos encontró refugio durante el período de entreguerras en este estrecho valle del que todavía se discute el origen semita de sus pobladores. Bogotá, Cali y Barranquilla también vieron cómo ciertos sectores de la ciudad se llenaban con una comunidad que hablaba, pensaba y hasta comía diferente.
Se dedicaron al comercio que es lo que mejor han aprendido a hacer en siglos de ires y venires por el mundo, el intercambio como forma de subsistencia e integración a su nuevo medio. Introdujeron en Medellín el mercado del puerta a puerta; era casi una norma general, los que llegaban nuevos asumían los papeles que habían establecido los que llevaban más tiempo aquí.
Realizaron negocios con una que otra fábrica de textiles que les dejaba más barato los rollos de tela y se recorrían la ciudad ofreciendo los productos. Por eso, porque hasta las propias casas llegaban con la venta, los judíos fueron asumidos en la ciudad creciente, la capital de los comerciantes, como los negociantes más tenaces.
Rápido, los rumores que sobre ellos corrían de atesoradores de riquezas, se hicieron populares entre los habitantes no judíos. La razón de este nuevo estereotipo se debía a que cada familia era dueña de sus propias fuentes de ingresos. Tejidos Leticia, de los Rabinovich, fue la primera gran empresa de todas las que crearon por medio de sociedades exclusivas que ellos conformaban.
Ubicada sobre la Avenida Ochenta, donde actualmente se encuentra un supermercado Éxito, esta empresa fue muestra de la dinámica de la comunidad. Telas, hilos, cacharrería, zapatos, camisas y botones fueron otros de los productos que se encargaron de fabricar o vender los judíos de Medellín.
Y como la comunidad necesitaba un respaldo legal se creó en 1930 la Unión Israelita de Beneficencia, una sociedad anónima sin ánimo de lucro que tenía como finalidad congregar a todos los judíos a través de los diferentes aspectos de su vida diaria. Cada familia judía debía aportar una cuota mensual diferenciada, método que hasta ahora se mantiene.
Para esa época no eran muchos los que vivían en la ciudad. Pero como la intención era quedarse, los más ancianos cayeron en el pánico que les producía pensar que al morir iban a ser bautizados y convertidos al cristianismo para así poder ser sepultados en una tumba católica.
El temor de no morir como judíos se convirtió en un problema cuando una de las mujeres de la comunidad falleció mientras daba a luz. Uno de los miembros cedió al municipio de La Unión un lote que tenía cerca al Cementerio Universal y allí la enterraron con todo el ritual hebreo.
Las tumbas mirando a Oriente, a la tierra prometida, las mujeres a un lado, los hombres al otro, las leyendas de las lápidas en hebreo, las ceremonias y sus estrictos lutos. El cementerio se convirtió en la primera propiedad colectiva de la sociedad a la que le siguió la Sinagoga y años más tarde el colegio donde se impartiría la educación necesaria para no morir por la asimilación.
Los oficios religiosos eran los que más los ataban entre sí, al igual que a todos los judíos de la diáspora, o sea fuera de Israel; sin embargo, la comunidad de Medellín se fue expandiendo en la medida en que los lazos dejaron de ser sólo espirituales.
Las relaciones de parentesco generadas con los matrimonios entre los mismos miembros y los negocios fueron los que los hicieron perdurar. Por esa época don Abraham era quien se encargaba de dirigir todos esos ritos, 85 parejas es la cifra que ahora repite, 85 matrimonios ofició entre judíos en sólo Medellín. Ceremonias que se llevaban a cabo en la sinagoga que se ubicaba en una casa en Zea, cerca al barrio San Benito. Allí no sólo se hacían los rezos sino también las reuniones sociales que se organizaban con bastante periodicidad.
Allí se inició el colegio Theodoro Hertzl en 1946 cuando la casa se llenaba de pupitres en las mañanas, después del primer rezo, para ubicar en un mismo grupo a niños de diferentes edades e instruirlos en la educación primaria y el judaísmo.
Eran la primera generación nacida en la ciudad, hijos de europeos que en sus casas conservaban el idioma y las tradiciones de siempre. Pero con el tiempo y la permanencia se hizo más difícil mantener la identidad.
Las familias pasaban por los mismos problemas; Jaika Lerner recuerda que sus padres, los Wielgus, conservaban el Idish, idioma de los judíos de Europa del este, como una especie de código secreto que nunca aprendieron sus hijos y que dejó de hablarse en su familia cuando ellos murieron. Las uniones y las migraciones que eran menos pero aún constantes, hicieron que el número de integrantes de la comunidad aumentara hasta llegar a tener unas 250 familias. El colegio debió crecer y se trasladó cerca de la autopista Medellín-Bogotá, en Bello, donde también comenzó a funcionar el club social llamado Villa Alicia donde cualquier actividad era siempre un paseo.
Del Theodoro Hertzl salió la primera promoción de bachilleres en 1969, pero gran parte de los estudiantes no eran judíos, y aunque esto trajo los primeros roces entre los miembros de la comunidad, la diferencia permanece. De los alumnos actuales sólo el 20% es judío, los demás son hijos de familias que optaron por una educación no católica.
Con una nueva sinagoga en la Avenida El Poblado cerca al parque principal y una sede que estrenaron hace cuatro años en Las Palmas para el colegio y el club, que ahora se llama Kadima, la comunidad busca tiempos mejores, el resurgir de ellos como minoría se está haciendo otra vez proceso activo.
Después de una década difícil en la que toda la ciudad se vio mermada por el exilio obligatorio o voluntario de muchas familias, los judíos también hicieron parte de esa partida. Ellos tan acostumbrados a marcharse, tomaron rumbos diferentes, Estados Unidos e Israel fueron los lugares de arribo después de varias generaciones antioqueñas.
Los que se marcharon fueron especialmente los más jóvenes, dejando a la comunidad con muy pocas esperanzas de sobrevivir. Además, años antes ya habían desaparecido las familias de Manizales y Pereira, ciudades donde también se asentaron algunos hebreos.
El riesgo a la asimilación aumentó cuando los matrimonios mixtos, o sea entre judíos y católicos, dejaron de ser casos aislados.
Muchas parejas de este tipo comenzaron a predominar, pero los efectos se minimizaban si la mujer era la de la comunidad pues así sus hijos heredaban la religión.
De todas formas, lo que los mayores más temían, la asimilación, es decir el proceso de aculturación donde el olvido por el pasado es absoluto, se empezó a notar. La presencia de un rabino como maestro y guía espiritual no era suficiente. La lengua, uno de los principales aspectos de adhesión, no se hablaba entre las nuevas generaciones. Los ritos se seguían con cierta ignorancia de su pasado, los grupos infantiles y juveniles como Or Jadash ‒Nueva Luz‒ contaban con menos miembros y la comida kasher era un tema arcaico.
Muy pronto el segundo rabino que llegó a la comunidad consiguió reactivar las costumbres perdidas. Perteneciente a la corriente conservadora del judaísmo que trata de mantener las tradiciones pero aceptando ciertos cambios que les imponen los tiempos. Permitió entre otras, que en las ceremonias se introdujera aún más el español y no sólo el hebreo y que los hombres compartieran el mismo espacio con las mujeres durante los rezos.
Así, las 120 familias que actualmente existen en la ciudad se involucraron nuevamente con su historia. Después de seis años con este rabino, y un corto período con otro, llegó Alberto Srugo, el actual, mucho más joven, argentino, con su esposa y sus hijos. Perteneciente a Lubavitch, movimiento ortodoxo que busca mantener al pie de la letra la ley judía, llegó hace un año a recuperar con paciencia y tiempo, como lo enseñó el Creador, la tradición perdida. Ellos y ellas como lo dice el Talmud, a lado y lado de la sinagoga, caminar para ir al templo a celebrar el Shabat y comer puro como lo señala la Biblia.
Él mismo se encarga de preparar o supervisar la comida kasher: nada de cerdo, pescados de escamas, aves y rumiantes sacrificados sin dolor, alimentos conservados sin químicos, frutas y verduras sin restricción. Los pollos los sacrifica personalmente en una compañía de la ciudad que les presta los servicios y las licencias de salubridad. También trae del matadero de Cali la carne de res especial y revisa las especificaciones de los enlatados para dar vía libre a su consumo. Todo vendido en la sinagoga donde también queda la sede de la Unión Israelita.
Al principio, fue recibido con la total aceptación de los más viejos y algo más de indiferencia de los más jóvenes. Don Abraham, repite en ruso, hebreo y español, que nadie como Alberto Srugo para hacer sonar el Shofar, cuerno con el que le piden perdón a Dios durante la ceremonia del Ion Kipur; pero que es un rabino muy joven y el judaísmo es cuestión de tiempo.
Tiempo para adaptarse, tiempo para dejar, tiempo para volver y tiempo para recuperar. Tiempo en el que están ahora como comunidad; mientras celebran su año nuevo y le piden perdón a Dios por sus propias faltas y las de los demás.
Rosh Hashaná y Ion Kipur son dos de las festividades periódicas más importantes del judaísmo, el año nuevo y el día del perdón, se celebran por esta época según el calendario lunar, y son las únicas en las que a ningún judío de Medellín le ponen falta. Excepto a don Abraham que ni en taxi se decidió a llegar.
El rabino sabe que es el momento para verlos a todos, a la comunidad judía más pequeña del país. Los más viejos oran al compás del rabino en el hebreo que pueden recordar, la generación que sigue intenta cogerle la pista sin olvidar el tema político tan candente que se discute fuera de la sinagoga; las mujeres, en el lado derecho del templo, charlan animadamente entre canto y canto; y los más jóvenes se pasean entre los niños, que juegan en el suelo, con sus camisas norteamericanas de surf y sus kipá de colores menos serios.
Pero como siempre, están de principio a fin toda la ceremonia y al salir, en el parqueadero, hablan en un acento antioqueñísimo que no deja duda que son de aquí. Hasta el mismo presidente de la Unión, Israel Bluman, cuenta como anécdota que al regresar de un recorrido por Jerusalén le decía a su esposa, también judía, que a él no le gustaba Colombia, que a él lo que le encantaba era Medellín.
Lina Britto, La Hoja, Octubre de 1998
ví | oí | leí
Sección para contar otras cosas, para huir del monotema, para recibir sugerencias sobre qué hacer con el ocio que es lo que más nos complace en estos tiempos.
A partir de ya, los textos que hemos escogido como un muestrario de los contenidos de La Hoja están en un formato más fácil de leer. De escaneado en PDF a Word. La tarea de convertirlos de… en… nos volvió a propiciar el encuentro con materiales que han pasado airosos la caducidad. Se dejan leer hoy y, sobre todo, nutren de ideas y de reflexiones lo que pasaba entonces y lo que pasa ahora.
Con algunos de esos artículos haremos lo que pudiera llamarse una “remasterización”. Lo volveremos a poner en escena como sucede con la historia de los judíos en Medellín, escrita en 1998 por Lina Britto, entonces parte de la planta de redacción de La Hoja. Lo devolvemos por el túnel del tiempo por ya sabrás por qué: los judíos están en los primeros planos de la información y vale mirarlos desde todos los ángulos.
Nuestra cantera de artículos va a aumentar en los archivos destinados para ello en esta laconsecuenciaypunto.com
Castigo a la mentira
El estado francés ha contribuido activamente a la libertad de expresión a través de ayudas fiscales a los medios. Impuestos más livianos, exenciones para importación de materiales. Cosas así. Por eso, quizás, aún existen en Francia periódicos y revistas que sin gran circulación representan sectores de opinión, ideologías, maneras de ser incluso. Todo aquello que conduce a que los lectores puedan escoger de forma amplia y no con la estrechez que, por ejemplo, existe en Colombia.
Pero los medios franceses, para merecer ese tratamiento, requieren ser rigurosos. Y aquí arranca la historia: después de un proceso que terminó a finales de agosto, se determinó que un tabloide llamado France Soir no puede ser tenido como medio de comunicación. Ha sido considerado como un peligro para la opinión pública y se le retiran las ayudas fiscales. France Soir se ha dedicado a desinformar, a ampliar teorías antivacunas, a apoyar mentiras de bulto y todo aquello que le propicie clicks como objetivo único. Es decir, dejó de ser un medio de interés general.
Desde luego que dentro de los procesos jurídicos cabe una demanda de la sentencia y está en marcha. Pero el periodismo serio (que lo hay) no se ha sorprendido de lo que ha pasado porque se trata de uno de tantos medios que han renunciado a ayudar a entender y se han dedicado a confundir.
En Colombia no hay ni exenciones tributarias ni tribunales de ética que vigilen, pero ¿medios que desinformen sistemáticamente? Sobran.
Un poema en la cocina
De tantas películas que se han hecho y tantas series como se hacen sobre la vida en las cocinas, me quedo de una vez por todas con esta, del director vietnamita Tan Anh Hung. No esperaré otra. Hay en esta (Los sabores de la vida, titulo en español) todo lo indispensable, lo bello y desconcertante, para no tener que esperar que haya otra y otra que la “descoronen”.
Ambientada en 1899, en una cocina de entonces con implementos y todo lo demás de entonces, estas tres horas de película son un poema de principio a fin, llevados con imágenes a un ritmo sin vértigo y con preciosos sonidos de la cotidianidad. Juliette Binoche (Eugènie) y Benôit Magimel protagonizan esta historia extraída de una novela sobre la vida de un cocinero llamado Dodin Bouffant que nunca existió pero que vive en la pasión por la comida de los franceses.
La película es de 2023, ya ganó premios e Cannes, pasó por salas y ahora está en plataformas. En AppleTV con este pésimo título de Los sabores de la vida.
Aquellas frases
Para nosotros –para quienes hacíamos La Hoja– una tarea exigente y deliciosa era pensar y escribir las frases de pie de páginas. Nos tomaban tiempo y sonrisas. Era un recurso sutil que decidimos pensando en darle valor al fondo de las páginas pares que, según el recorrido de los ojos en la lectura de los impresos, es la parte más remisa. Eso creíamos. Y creemos. Así que resolvimos “hacer frases” que chispearan y que fueran tan eso que se acercaran a una posición editorial. Presumidos que éramos. Que somos. Frases como dardos directos u oblicuas, preferentemente. Frases que despertaran un recuerdo de oídas, frases que atribuidas a un pensador solemne o un charlatán de oficio.
Santuario de gigantes
Una de aquellas noticias que no tienen cabida en el periodismo desinformativo y/o devorado por el bullicio político, surgió en agosto pasado desde la profunda amazonia brasileña. Desde el Estado de Para, en la reserva de Parú. Una expedición propiciada por el gobierno de Luis Inacio Lula, llegó hasta donde pudo en la búsqueda de un bosque de árboles gigantes. Quizás los más altos de la amazonia. Se les conoce como Angelin Rojo (Dinizia excelsa) y el ejemplar más alto identificado mide 88 metros con 50 centímetros. Lo que serían 40 pisos de un edificio. Se estima que esos árboles pueden tener entre 400 y 600 años. Y de ese bosque los más comunes son unos 38 de más de 80 metros, con troncos de tres metros de diámetro.
Datos para imaginar. Para pensar. Para soñar. Para rezar.
La agonía de X
Son muchos los récords que la sociedad ve batir día a día. Digo de aquello que parecía imposible que sucediera, y sucede. Era imposible que tal cosa pasara, fue posible. Que se robaran sin tapujo unas elecciones, se las robaron. Que no se cometiera un genocidio a cielo abierto en estos tiempos, se está cometiendo. Que el cándido pajarito que trinaba se volviera un cañón de X super potencia para callar o exaltar según la voluntad de un único ricacho, el pajarito se volvió. Un villano que compró una red social para tratar de imponer su voluntad ideológica.
Ahí va su credibilidad rumbo a la extinción. Un colapso para las llamadas redes sociales que ya bastante laceradas estaban. Pero de todas maneras un colapso sobre el que una analista, Carmela Ríos, en El País (no el de Cali, por supuesto) escribió un artículo titulado “Quedarse en X, una rebelión democrática”. Va este párrafo:
“Los periodistas necesitamos observar y contar; los ciudadanos, comprender la dimensión del peligro que las redes desbocadas suponen para sus vidas y las instituciones deben actuar para proteger la convivencia en nuestras sociedades. Conviene recordar, además, que los actores de la desinformación juegan siempre con una carta bajo la manga: la posibilidad de que sus oponentes acaben tirando la toalla y despejen el terreno. No convendría darles ese gusto”.