la consecuencia
sitio de Ana María Cano y Héctor Rincón

Conversación y perfil.
Con Beatriz González.
La Hoja. 1994.

Hacer lo que sabe y quiere hacer, es su fortuna. Concibe su vida cerca de la de su propio país y el arte es su camino de siempre

Un perfil por Ana María Cano

Una mantenida. Primero de su padre y luego de su marido, así resume Beatriz su carácter: “mantenida”, lo que le ha permitido la libertad de ser rebelde, ingeniosa y útil, porque de otra manera se habría dulcificado o desistido tal vez. Ser santandereana, de proveniencia culta, tímida y mujer, le marcan contradicciones necesarias para prender el fuego de una inconformidad que no cesa. Si no fuera artista ni investigadora que es como hace un mundo distinto a escala, quién sabe a qué radicalidad se le habría apuntado. Porque Beatriz es la mujer fuerte que pueden atestiguar los que en el trayecto de su vida ha tocado, bien con una crítica, un desacuerdo o un hallazgo, sin detenerse nunca en temerosas declinaciones con las que se cede una convicción. 

Ella es defensiva como buena solitaria y reservada y provinciana que es todavía. Un día llegó a Bogotá para estudiar artes visuales y culminó por ponerse en sintonía con una historia visual que la apasiona: desde la fotografía de prensa hasta la caricatura, pasando por los primeros pintores académicos hasta llegar al museo como un pedagogía de una nacionalidad, eso que ahora trabaja con brío para poner en escena una comprensión a ojos vista de nuestro modo de ser. Unos maestros suyos le alentaron esa insaciable sed de ser ella misma, original, y el alimento afectivo lo es dado por su discreto marido y por su hijo “Daniel Ripoll González, hijo único” como se decía a sí mismo y que ya está hecho hombre y es arquitecto también. En medio de su idealismo tan fuerte como la rebeldía no da por perdida ninguna batalla y todas las cosecha, hasta de detractores o envidiosos recolecta. 

No tiene distractores, algo fundamental que preserva la intensidad: su casa de libros y obras de arte y plantas en el punto necesario para amañarse, pero no tantos objetos o compromisos como para esclavizarla; su apariencia personal tampoco le toma más tiempo de lo básico: la necesidad de supervivir no va más allá de mantener controlado los gastos y la vida social que para ella no es otra cosa que oportunidad para conversar. Un dibujo de la primera época de Botero cuelga en su casa –lo compró a plazos cuando era una estudiante- torcido y acompaña otras obras muy escogidas del arte nacional. Sin más. Su diario para ella es tan grato: despertarse en familia, ir a trabajar al Museo Nacional para resolver cuál es la mejor combinación de los retratos de próceres con los objetos que usaban en la época y reconstruir su mentalidad y salir de ahí a almorzar para discutir alguna exposición entre varias ciudades, para estar sin falta a las tres de la tarde, con ella misma y sin disculpas, en el estudio donde están sus álbumes de recortes para poder pintar con todo sentido y hasta las ocho de la noche descargar todo lo que tiene por dentro. Eso que viene de Santander, de su condición de mujer que la cultura en su origen era tomada como una pérdida de tiempo; una inconformidad que produce esa obra cargada del espíritu de la época; del modo de ser colombiano; del problema del gusto que cambia y se cree inmutable; de los hechos que marcan nuestra mentalidad. El humor. La historia, el gusto, el arte son sus cuatro puntos cardinales. Alguna vez en una reunión de artistas su gran amiga Feliza Dursytin, tan franca como ella, le dijo: “no tienes derecho a hablar como artista porque tú no eres profesional, no vives del oficio”. La fortuna para Beatriz no ha sido la riqueza ni en su casa paterna ni en la de su marido y su hijo, sino la educación, esa búsqueda de la libertad que siempre le permite ser una de las más irreductibles –la ultima radical del siglo XIX vive, le dicen los amigos- en medio de pusilánimes compatriotas a los que ella retrata y conoce sin compasión. 

Beatriz González en primera persona

Con acento disuelto y enfática, contesta todo sin sacarle el cuerpo a nada. Su risa está presente aunque se mantenga seria

Nació rebelde

La rebeldía es un producto de la agresividad mía: de que me callé muchas cosas en la casa. Es un recurso del tímido ser agresivo. Cuando decía algo, la gente se estallaba de risa porque era agresivo pero daba en el clavo; no era un chiste sino una definición. Me burlaba que es algo típico en la sociedad bumanguesa, ser crítico, ser ácido. Encuentro dificultades en comunicarme. Por eso no entiendo los recovecos del lenguaje de sociedad ni los diálogos que no sin directos ni la diplomacia ni los ardides burocráticos. 

Cepa santandereana

Vivo orgullosa de no tener una gota de sangre de otra parte sino de San Gil y Barichara, de dos familias grandes. De San Gil la madre, europeizante, abuelo importador y una apertura especial hacia el buen gusto. De Barichara el padre, el último radical que nunca nos negó un viaje y pensaba que con eso se educaba. Fueron los radicales en Santander los que cerraron los colegios a lo loco para que cada uno se hiciera su camino. Creo mucho en la parte genética. La cultura santandereana es desprendida, considera que cualquier cosa cultural es snob. Contraria al macho santandereano, bruscote, de hablar casi campesino. 

Influencia familiar

Mi papá tiene que ver con la sensualidad: él dibujaba, era cafetero y tenía algún talento, aunque fue político, llegó a ser gobernador y fue toda la vida de la Federación de Cafeteros: el eje de mi casa era el café. Él nos cultivó esa sensibilidad a la naturaleza y cada vez que veía un atardecer decía: “venga la niña que es artista y miramos este atardecer”. Una aproximación muy moderna a la naturaleza: a la luz, al color, a los cambios en las montañas. somos dos hermanas y un hermano abogado. El hermano fue el gran dibujante. Lucila, la hermana, muy singular; con su creatividad hubiera sido una gran actriz, vivió en Londres y es una viajera impenitente, sabe todo y dirige el Museo de Arte Moderno de Bucaramanga. Yo en cambio, retraída, y los hermanos con una personalidad avasallante; los amigos de ellos me llamaban la filósofa por las cosas rarísimas que hablaba. En quinto primaria una monja cuando pinté una mandarina con esfumino (carboncillo), la cogió en la mano y dijo “ha nacido una artista”. La guardé hasta que vine a estudiar a Bogotá; no me daba cuenta que la mandarina mía era distinta porque tiene que ser alguien que se lo diga a uno. Mi mamá tenía indigestada una película “Vive como quieras” y era maestra que abandonó su oficio. El apellido Aranda era de grandes educadoras. De haga lo que quiera. Nunca nos obligó a ir a misa. Una educación cuidadosa, muy abierta. 

Artes u oficios

Era oficio de señoras porque era manualidad. La academia era de locos fuera de la realidad que vivían pintando rosas. Los desnudos de Rodríguez Naranjo y segundo Angelvis pintor paisajista, se quedaron en eso y habrían podido ser modernos. Veía la academia retrasada y si eso era ser artista, no quería serlo. El arte me nace por unos libros de arte que me trajo mi hermana de Degas y de Picasso. No los entendía pero el sumum del esnobismo y me gustaba decir algo importante. La rebeldía juvenil se enfocó por ser importante y ser distinta. Sigue latente. 

Provincia y capital

Hice dos años de arquitectura pero ese dibujo era aburrido… Estaba en Bogotá, me salí y me fui a Bucaramanga a hacer vitrinas como decoradora. Vino mi hermana de Londres y me dijo: “qué hace aquí, váyase a Bogotá”. Me fui a estudiar artes en Los Andes, que no estaba en mi programa, porque las clases de artes eran iguales a las de provincia; sólo era distinto el curso de humanidades en el que en el primer año leí 40 libros completos y tomaba clases de filosofía. La historia del arte que daba Marta Traba, no había quién hiciera vivir con tanto apasionamiento, tanto que después los autores que citaba ella, leídos eran menos buenos. Tuve a Juan Antonio Roda de maestro y con esa clase llegó el arte porque antes quería ser filósofa. Era un conflicto: pensaba que si ya era artista, era muy fácil y podía ser mejor el diseño gráfico para irme a poner una agencia de publicidad en Bucaramanga. 

Con cuatro compañeras abrimos un taller. Las otras sí tenían claridad de artistas y tenían ambición, yo no. La competencia con ellas me hizo querer el arte: nos proponíamos no trabajar en lo mismo de las clases. Lo que tuve fue cultura por dosis enormes que era lo que necesitaba y esa era la angustia que sentía desde los trece años. 

Bucaramanga tenía el encanto de las ciudades intermedias pero disfruté el día que me hice el propósito interior de no asistir más al baile del Club de Comercio los 31 de diciembre en los que sentía tanto vacío por la noche. Rechazaba la banalidad y la vida vacía esperando en el zaguán lo que iba a pasar. Bucaramanga cuando pasó allá tres meses Simón Bolívar durante la convención de Ocaña y por eso es ambigua: se volvió muy rápido ciudad. Muchos extranjeros la escogieron por el oro que había cerca. Los intelectuales allá encuentran un encanto en la ciudad pero se vuelven críticos o amargados porque son raros, criticados y snob porque la gente aprecia sólo el trabajo, el ser juicioso y hacer dinero. 

Los de provincia tenemos un sentido del tiempo diferente; leemos más y nuestro nexo con la cultura universal es a través de las salas de cine. El rescate de lo regional es un reto de apertura, significa aceptar el valor de lo cursi, del color y del cine. 

Marcada por la época

Ahora entiendo la ruptura que mi obra representó (muebles y retratos cursis) como una lógica respuesta al neorromanticismo de la década de los 60. Entonces tenía una voluntad de escandalizar y de impedir ser encasillada como una artista refinada que decía y pintaba cosas inteligentes. La insatisfacción y la autocrítica, gracias a Dios, me han acompañado por muchos años. 

Medios, materia prima

Los medios de comunicación en la obra tienen todo un itinerario: los primeros crímenes los vi en Vanguardia Liberal y me preocupaba porque usaba el material de otros e hice collage. Combinaba fotos con cuadros míos y se logró integrar los materiales. La relación con los medios de comunicación es total porque tengo fólderes con las fotografías; no parto del natural nunca porque me apabullaba. Un atardecer visto en un cromo mal impreso, me inspira y tiene fuerza para mí. Empecé a ver las fotos mal impresas de El Tiempo cuando comenzaba el color en prensa y los descuadres por los que salían unas caras verdes, eso fue mi inspiración mucho rato. 

La historia y el humor

Conocía sólo la historia del arte universal pero comencé a leer autores colombianos, después de haberme dado una dosis completa que incluía Europa: buscaba ser erudita en la historia del arte general. Con Luis Cabalero, muy amigo, vimos en Holanda a Van Gogh y tuvimos una larga correspondencia que era como prolongar la universidad. Hice a Bolívar en Apartes para la historia extensa en latón y me dijeron que era un plagio del pintor Figueroa y yo lo había visto en fotografía pero no decía. Era la falta de formación en lo propio. Llegué al Museo Nacional a estudiar los vacíos de la Historia Abierta del arte colombiano, que se había saltado Marta Traba. Descubrir cosas es apasionante: lo que significa el siglo XVIII y la Expedición Botánica, hasta 1870 ningún pintor había viajado al exterior y ningún extranjero vino, o sea que la academia nació un siglo después. Era arte muy inédito, muy original. Las acuarelas, la manera como miraron las flores, viajando a caballo a ver la planta que sólo florece a las seis de la mañana. 

Los caminos de historiadora y de artista son dos distintos y se traduce en una pasión hasta la beatería por nuestro patrimonio artístico. La pintora se desconecta por la tarde de la historia y tengo la chifladura de ser original, todo me parece copiado: esa locura tiene nexos con la timidez por haber visto mucho. Lo que había que hacer en arte ya lo hizo Botero como figurativo y como pintor; por eso dije: “no quiero hacer gordas” y lo primero fueron figuras planas. Las caras de los suicidas del Sisga eran puro anti-Botero y cómo no iban a ser un Botero malo…

Estuve 10 años trabajando en el Banco de la República haciendo exposiciones descentralizadas y me metí a investigar la caricatura que todavía no termina. Aunque piensan que no existe sino Rendón. El siglo XIX es muy importante porque el país está muy relacionado con el lenguaje y no eran bien impresas; en el siglo XX hasta el año 48 la caricatura hace parte de la vida política. El estatus al humor se lo dio Rendón. La caricatura me interesa como lenguaje y es un arte que ahora se ha banalizado: hay muchos monitos pero plásticamente hay un abismo con la de antes. El humor, Fernando Botero lo demuestra, tiene que ver con las artes plásticas porque es una mirada caricaturesca. Conmigo también, soy cáustica. 

Las nuevas generaciones

Carecen de crítica y de autocrítica. La autenticidad no parece inquietarlos. Durante las dos últimas décadas las artes plásticas en Colombia aparecen cubiertas con el velo de la impunidad por la ausencia de crítica y han terminado por rendirse al juego de las simulaciones: aparentan tener un buen oficio, aparentan ser otros artistas, aparentan plantear pensamientos profundos. El público simuló entender y tradujo los valores plásticos a cifras económicas, las lavanderías de dólares simularon ser galerías de arte. Aún no se ha realizado un balance serio de la influencia del narcotráfico en las artes colombianas, tal vez porque todavía estamos sometidos a la fuerza de su impacto.

Noviembre de 1994. La Hoja