Ana María Cano Posada
El malestar extendido y compartido lo reproduce la educación. Un túnel al que entra un niño con sus aptitudes -o parte de ellas según haya sido despojado de su magnífico potencial inicial en el camino-, para salir años después un joven capacitado en funcionar dentro de un medio hostil que lo exige útil. Útil, como si fuera una herramienta o la pieza de un engranaje. Y para adecuarlo se liman aristas y se tapan curiosidades o distracciones en función de enfocarlo en su materia.
La indignación levantada al comprobar que una discriminación llevó a un alumno hasta el suicidio por no dejarlo ser quien era, es un caso reciente de la cadena oprobiosa que a nombre de la academia, la religión, el mercado, la sociedad y el bienestar general, conceptos vacíos y acomodados, se esgrimen para despojar al aspirante del vigor propio.
La educación ostenta dueños que la usan al amaño. El estado quiere reclutar mano de obra o pie de fuerza; la economía privada quiere ídolos de la competencia; la religión hace objetos de sumisión al estrechar límites y obtener fieles temerosos que son su conquista. Ni mencionar otras milicias en las que los reclutadores obtienen fuerza disponible para lo que requieran. Lo central es suprimir la autonomía, la confianza, la identidad, el afecto y la empatía para cambiarlas por otros verbos funcionales: capacitar, competir y contener, con lo que se obtiene un producto en el menor tiempo posible con el máximo de utilidad.
Algunas protestas educativas han ondeado en el mundo. Tres muestras son: Summerhill hace 73 años en Londres fue una escuela de libertad; la ópera The Wall y Pink Floyd un grito en 1979, o La educación prohibida, documental latinoamericano con 10 millones de visitas en internet, desde hace dos años, apuntan las tres a poner en duda la misión de reproducir adaptados para una sociedad que todos sabemos que no funciona.
La discusión sobre la educación ha tenido asomos deslumbrantes en Colombia en el pasado cuando el Estado a través de unos pocos ideólogos reconoció su peso en la creación de una sociedad abierta en construcción con lo que produjeron cambios en la sociedad y en la educación. Pero desde hace décadas el péndulo educativo oscila entre intereses sindicales, indicadores de resultados, intereses privados, represiones o desmanes según su uso, pero sin atender el asunto central que es el cuidado y la compañía de los niños. Sin buscar provocarles el descubrimiento por sí mismos de lo que es significativo. Por los resultados de esta sociedad colombiana pueden conocerse los vacíos de su educación.
Ahora cuando se busca aclimatar la paz y emprenden la tarea de ser capaz, cómo no conectar la educación con la sensibilización y la empatía que es ese poder ponerse en el lugar del otro, para hacer por fin que el conflicto natural en cualquier convivencia no sea un llamado a la fuerza sino al aprendizaje propio y temprano de cómo resolver problemas los niños mismos con los otros y con los adultos.
Parece inmediata la relación de la educación como creadora del giro de mentalidad requerido para que apuntale la salida a la desconfianza, al desengaño, a las respuestas dirigidas, a la ausencia de preguntas, al vacío de misterio, a la escasez de celebración de la curiosidad y del descubrimiento que padece la educación.
Las aulas enjaulan y no son el espacio que tiene que expandirse para reconocer al otro, no ignorar ni pisotear y romper filas a este adiestramiento consuetudinario en el malestar.