Profesor, magistrado, un pensador, un libertario. Va por la vida preguntándose y suma contradicciones con su desarmado espíritu
Un perfil por Ana María Cano
De entrada lo recordarán muchos como el inconfundible rostro todo enmarcado de blanco que fue capaz de sostener, con la mayor serenidad en plena tormenta política, una pensada sentencia sobre la libertad individual y la incapacidad del estado para regular algunas actuaciones privadas como el consumo de droga cuando no resulta lesivo a otros. Ni se despeinó el magistrado de las gafas y del acento de cátedra magistral, al explicarle a todos los que le preguntaron, porqué ni promovía el consumo ni el tráfico de drogas. Tanto lo hizo conocer esa sentencia, que ahora el ciudadano más desentendido al ver su cara en la televisión arriesga una opinión: “ese es todo un señor”. Tal vez se refiera a su inusual calma para responder con palabras tranquilas y sabias, ofensas y provocaciones. Carlos Gaviria ha dedicado muchos años a desvanecer ilusiones a través del razonamiento, de la lógica como militancia y de muchas horas devotas a Sócrates y Wittgenstein, sus dos ejemplos desvanecedores de ilusiones, sometiéndolo todo hasta los ideales. Gaviria cree también que aquel que pueda rumiar más despacio gana la carrera en la filosofía y que hay que dejarle a la poesía y a la mística todo aquello que los hechos no puedan testimoniar.
Será por su influencia que sus guardaespaldas oyen música clásica apaciblemente mientras lo esperan en sus citas casi siempre académicas, las únicas que lo sacan de la Corte Constitucional o de su pequeñísimo y grato apartamento donde lleva en Bogotá una vida monacal de solitario sin familia. No obstante todo está allí en orden y dispuesto, porque este hombre que tanto piensa tiene un principio de realidad tan eficaz como su sentido de la estética. Así solitario, estudioso y feliz vivirá, si los aguanta, esos ocho años que son el periodo como magistrado de la Corte Constitucional: esa instancia que antes no existía y ahora es mimada fuente de noticia para los periodistas, con motivo de la tutela y otras decisiones de incidencia profunda que salen de ella.
No imaginó este profesor que lleva más años dentro de la Universidad de Antioquia que los que lleva de estar felizmente casado con María Cristina –también pedagoga investigativa-, que su coherencia y la alergia al coctel iban a subirlo en la terna hasta nombrarlo uno de los guardianes que ahora tiene la Constitución de 1991. Y es que del derecho o de la política Carlos Gaviria tiene lo que brilla en Colombia por su ausencia: razón, lógica y reflexión como origen del derecho puro; y de la política sólo la pedagogía ciudadana y la defensa de una libertad individual en busca de un bienestar colectivo. Pero ni rastro del abogado ni proclividad a la adulación, ambas tan allegadas.
Para preservarse intenso por incólume tiene a su alrededor elementos que lo recargan de todo aquello que lo descarga, las plenarias extensas o a los intempestivos interlocutores: tiene a Mozart, flores siempre al lado de donde trabaja o estudia, las palabras de Wittgenstein que le dicen “debes desmontar el edificio de tu orgullo. Es enorme tarea” o el silencio y la lucha contra la vanidad que le sembraron en su corazón adolescente y blando dos largas charlas con Fernando González, el filósofo de Envigado. También ha preservado su espacio de silencio en su casa donde descubrió la necesidad de tener un estudio aparte para estar inaccesible por algunas horas; e inventó con sus cuatro hijos, tan aptos para las matemáticas todos ellos, tan deliberantes, tan profesionales sedientos como él, el juego de las escondidas mentales: en sus puestos todos quedaban escondidos y debían adivinar sin moverse; cada uno donde estaba.
El prestigio de eficaz expositor de Gaviria, sus cátedras colmadas y perseguidas en varias universidades, le han servido de tapiz para pisar esas alfombras del poder sin demasiada reserva. Por algo en la Universidad de Antioquia en 1969 al no haberlo reelegido como decano y por representar una reforma a la enseñanza del derecho, se hizo una huelga general de nueve meses: la Universidad volvió un símbolo su causa. Su carácter de libre pensador le sirvió alternativamente para ser llamado comunista por los liberales y liberalucho por los comunistas (si de los dos lados te lanzan dardos, vas bien, piensa él), su paso por el gremio profesoral sirvió en compañía de Héctor Abad Gómez y otros íntegros para subir el nivel del estatus profesoral y la Fundación Ford lo becó en Harvard para estudiar eso que lo había deslumbrado, la teoría del derecho puro. Esa lógica que lo admiraba era el trasfondo de una escuela de lúcidos que se dieron simultáneamente en la Viena de principios de siglo y que trajo Gaviria a su regreso a Medellín como un revitalizante de la filosofía y del pensamiento en el derecho, demasiado preso de la mecánica.
Gaviria se entregó a su cultivo interior desde el bachillerato en Bolivariana donde le “jaló” a la reflexión sobre los problemas humanos, como el destino de existir, por ejemplo, pero desistió de estudiar psiquiatría (entonces el alba del psicoanálisis) cuando supo en el anfiteatro que sería incapaz de soportar la humanidad en todo su descarnamiento. En cambio el derecho, y su estudio, le permitió llegar a los problemas humanos, al origen de sus motivaciones sin que mediara la metafísica ni el derecho natural. Esa ruptura y su aplicación permanente le ha hecho separar en dos actitudes básicas a los seres humanos: la mayoría, de personas que no pueden vivir sin ilusiones y aquellas pocas personas que se empeñan en desvanecer las ilusiones. El hacer parte feliz de esos reflexivos que desinflan el globo cada vez que sube a punta de mentiras. Por eso se adentrará tantas veces más en debates arduos que sus colegas del derecho recomiendan evadir por aquello de la conveniencia o la imposibilidad, para dejar todo como está. Carlos Gaviria no ahorrará nunca intensidad ni estudio ni confrontación porque es la deuda que tiene con el mismo al existir.
Carlos Gaviria en primera persona
Con la misma serenidad con que explica una sentencia, Carlos Gaviria respondió así a La Hoja
Familia, freno o impulso
Para mí más bien fue un estímulo. Porque a pesar de que en mi casa no había biblioteca (los recursos económicos no daban para tanto), permanentemente se hablaba de libros. Mi abuelo materno era un abogado empírico, autodidacta, de gran sensibilidad literaria, que recitaba párrafos enteros de Víctor Hugo o poemas satíricos de Quevedo y se regodeaba hablando de Castelar y de los ideólogos colombianos del Olimpo radical. Esa vocación la compartía con mi abuela, una persona apenas de primeras letras pero de una agudeza excepcional, irónica y rápida. Educaron a mi madre, hasta donde su escaso patrimonio lo permitía. Ella se graduó de maestra con las monjas salesianas y continuó la tradición familiar del amor por los libros. Mi padre no vivía con nosotros, pero también su huella era literaria. Fue un periodista y escritor malogrado que se suicidó aún siendo muy joven y que había ensayado escribir teatro y novela.
La literatura, el amor, la filosofía y el derecho
Para mí todos ellos confluyen en lo que antes llamaban mi vocación y no siempre es fácil desentreverarlos. En la forma de vida que he elegido convergen todos ellos y así como no concibo la vida (mi vida) sin amor, tampoco sabría vivirla sin la gratificación que proporciona la literatura o sin el ejercicio calificador que es la filosofía o sin el derecho, que es lo que me permite verterme hacia los otros.
Camino a la cátedra
Antes que una convicción es un impulso. Lo que llamamos convicción no es más que una operación a posteriori de racionalización. En el ejercicio de todas esas actividades no hay otra cosa que una fruición, un goce hedónico. Ahora: si de ellas pueden derivar algún provecho otras personas, entonces nos sentimos justificados porque nos parece vergonzoso apelar al egoísmo como justificación de nada. Pero la respuesta sincera, es que todas esas cosas me gustan. No hay, pues, ningún mérito moral en que las haga.
El exilio
Era 1987, con Héctor Abad Gómez estábamos en el Comité por la Defensa de los Derechos Humanos, nadie sabía de amenazas hasta la víspera del crimen cuando se conoció la lista negra donde figurábamos todos, los mas disímiles. Yo tenía que estar con Héctor por algo que debíamos revisar juntos cuando él se fue al velorio de Luis Felipe Vélez y cayeron en una acera asesinados él y su dilecto discípulo Leonardo Betancur. En el entierro me tome la vocería y hablé del fascismo ordinario. Todos empezaron a decirme que me tenía que ir, incluido el rector de la Universidad de Antioquia. Yo estaba en el año sabático y tenia una invitación hacía mucho de un instituto argentino de filosofía y estuve allí seis meses, llorando con las cartas que me llegaban y los recortes donde sabía lo que estaba pasando en Colombia. Iba a la Biblioteca Nacional, la que había dirigido Borges, para tratar de escribir un libro sobre Platón y por las tardes trataba de asimilar los golpes. Después mataron a Luis Fernando Vélez. Había que seguir en esta exasperante lucha contra las tinieblas porque como lo dijo hermosamente León Felipe: “se gana la luz como se gana el pan”.
La universidad ahora
En un tiempo se creyó que la universidad era para hacer la revolución. El marxismo que la podía haber penetrado como filosofía crítica, la penetró como la filosofía dogmática y esto era un reto al Estado que no podía soportar. Esta etapa ha sido superada, de la cual quedan reductos no ideologizados que es lo grave. Muchos profesores se quedaron sin discurso. Creo que la universidad ha padecido la violencia pero también la ha asimilado y se ha hecho de ella una reflexión. Ahora veo en ella un refugio para ejemplares humanos que pueden allí realizar su vocación y que no tendrían otro medio para hacerlo si la universidad no existiera. Creo que puede acabarla esa idea neoliberal de la universidad como parte del aparato productor, que destierra el cultivo del conocimiento inútil en el que radica la civilización.
El país de la Universidad y el de la Corte Constitucional
La imagen es la misma, aunque la perspectiva desde la corte es más amplia. Pienso que la esperanza de redención hay que cifrarla en las nuevas generaciones, aún no lastradas por los vicios del viejo país. Platón concebía la tarea política como un trabajo paidéutico (pedagógico) de formación en la verdad. Lo que las clases dirigentes tradicionales han hecho (con escasas excepciones), es adiestrar para el engaño, instruir para la trampa, deseducar para la inautenticidad. Pero tengo la sensación (desde la Universidad) de que una porción cada vez mayor de la juventud está descubriendo la artimaña y se está sublevando contra los falsos moldes. Esto se advierte, por ejemplo, en su decidida vocación por lo que el lenguaje convencional llamaría el pensamiento inútil. Para mi fue muy emocionante asistir, recientemente, a un encuentro de filosofía en el que era casi imposible acceder a los auditorios, repletos de gente, en su gran mayoría joven, ávida de escuchar disertaciones sobre ética, ontología o filosofía de la ciencia, conocimientos completamente desechables según el rasero tradicional. Cosas como estas lo ponen a uno optimista.
Lo apasiona
¡La belleza! Desde luego. Hasta el punto de que, para mí, la verdad es también esencialmente un valor estético.
Son vitales
La Revolución Francesa, porque su homóloga, la ilustración griega, rescatan para el hombre lo que hasta entonces se atribuía a los dioses. En la Grecia arcaica se pensaba que la areté (la virtud) era un don de los dioses. Que éstos lo transmitían por la sangre a sus descendientes. Por eso los héroes de la Iliada y La Odisea, todos tienen linaje divino. Pero los sofistas sostienen que la virtud puede enseñarse. Y si puede enseñarse, puede aprenderse, porque no es más un don divino sino una conquista humana. Y los ideólogos de la Revolución Francesa cumplen una tarea análoga: no hay tal derecho divino de los reyes. El poder no es el privilegio de una casta. Es una conquista del pueblo que está constituido por iguales, para que se ejerza en beneficio de todos, desde luego, esa es la teoría y es ella la que me seduce.
Wittgenstein, es para mi un homólogo de Sócrates, “un hombre intenso” que vive la experiencia racional dolorosa y apasionadamente. Esto, que parece una paradoja, creo que se da de un modo patético en ambos pensadores. Tal vez de manera más vehemente en Wittgenstein. Y como entre esos dos términos (razón y pasión) oscila mi vocación, es natural que ambos filósofos me apasionen no sólo como pensadores sino como hombres.
Viena de comienzos de siglo y de entre guerras porque allí se pone a prueba la tensión de que ya hemos hablado: entre razón y emoción, hecho y valor, lógica y estética que son los términos antiéticos que a mi me subyugan y me confunden. En la Viena de ese tiempo cada quien está obsesionado con lo mismo aún cuando no lo sepa. Que un periodista (Krauss), un músico (Shoemberg), un científico (Boltzmann) para citar unos pocos ejemplos significativos, estén empeñados en un mismo propósito sin que pueda siquiera hablarse de influencias mutuas, lo tienta a uno a pensar que más allá de las explicaciones casuales un sino inevitable rige la historia (como pensaba Spengler), y que ese ciego azar “conduce al que quiere y arrastra al que no quiere”.
La libertad humana
Para mi la libertad es, ante todo, autodeterminación, autonomía. Ser sujeto moral, es decir, escoger las normas que han de regir la propia conducta, darle un sentido a la existencia. Decidir uno mismo acerca de lo bueno y lo malo. Eso no significa, como algunos entienden, negar la dimensión social del hombre, sino rescatar la posibilidad de ser persona más allá de los inevitables condicionamientos externos. Es la libertad que Sócrates podía preservar celosamente, a pesar de estar preso. La sociedad que se empeña en disolver nuestra condición de sujetos morales es brutal e inhumana, así proclame como metas ideales plausibles, porque éstos dejan de serlo cuando no es la libertad el supuesto ético que los sustenta.
Agosto de 1994. La Hoja