El recreo que soñé
Por Héctor Rincón
En una de las cumbres de su carrera, este periodista optó por el retiro. Lecciones para desintoxicarse de la información acumulada y bajarse de uno de los programas radiales de mayor audiencia.
La primera tarea, la más urgente, consistía en hacerle una limpieza a mi disco duro que se fue cargando toda la vida de impurezas y de insustancialidades. Eso es más difícil que limpiar el aura. Hay que descargar de la memoria todo lo banal y todo lo efímero que acumulas en el fólder de lo urgente para echarle mano cuando la tiranía de la actualidad te lo pide que es cada rato. Por eso cuando cesó el fragor del trabajo que me atrapaba en la radio, empecé a echarle tierra a eso que llaman contexto y que suele ser valorado como el patrimonio de los periodistas. Pero a mi qué. Y a mí para qué.
Así que fui extirpando del hemisferio cerebral en donde se acumula la memoria todos los nombres de todos los alias, que Rasguño, que Jabón, que Cuchillo, que Carecuchillo; olvidé en instantes cómo se llamaba el gobernador encargado del Casanare y en qué parte de su laberinto iba el proyecto de la reforma política y al carajo las cuentas de la Contralora y al diablo el Procurador delirante.
Que no fue fácil, ya dije. A esa desintoxicación informativa tuve que ayudarle con poner patasarrriba mis costumbres auditivas que se regían por las horas pico de las noticias, de manera que por las mañanas dejó de sonar el atención y el urgente, la masacre y el tumbis y la entrevista a mi doctor ilustre y la respuesta del ministro insulso, y del silencio se apoderaron los silbos cada vez más alborotados de las aves que revolotean por la arboleda de mi casa, y también aquel primer Calamaro de Los Rodríguez y aquella Shakira de Pies Descalzos, y el turno del todos los días se lo cedí además a quien siempre estaba listo los sábados: a Mozart en la banda sonora del Amadeus de Forman que le da a uno una tristeza deliciosa.
De a pocos, pues, fui recuperando mi vida para mi nueva vida. Ante la ausencia de agenda –de no tener que subir todos los días al cadalso del micrófono a las cuatro de la tarde de La Luciérnaga; exquisito y divertido y remunerativo pero cadalso–, también pude cambiar mi reloj biológico. Lo mismo las once que las dos. Lo mismo el jueves que el lunes. Así que ahora puedo emprender una caminada a aquel cerro al atardecer y no obligatoriamente al amanecer, y puedo decretar de manera oficial que el fin de semana es un miércoles e irme a Turbaco a recorrer el jardín botánico y conocer por fin la inmensidad del Macondo cuyo tallo resuena como un tambor. Y de paso por Cartagena puedo sentarme una tarde entera y a noche también en el balcón de Gossaín para desatrasarnos de historias comunes mientras desocupamos copas y nuestros colegas en las urbes atribuladas, que lo siguen siendo, buscan con saco y corbata las noticias que en nada cambiarán nada. Ay.
Anhelaba graduarme de Seguro Social hacía años porque, como tantos, me eché al monte laboral en la adolescencia. E hice de mi trabajo una pasión sin treguas. Dediqué al periodismo más caliente cuarenta años y lo hice con alma, con sangre, con nervios, con músculos. Y voy al olvido, como dice el poema de Barba Jacob. Tanta dedicación de tiempo completo y en jornada continua fue relegando deseos, pero también fue acumulando esperanzas de poder alguna vez hacer lo que se me diera la gana a las horas en las que se me diera la gana, hasta que llegué a esa cita con el destino.
Y no iba a aplazarla, claro que no, porque bastante había luchado para llegar a puerto y no iba a esperar para reinventarme la vida a que me asaltaran los achaques y la desgana. No. Era en este instante vital, sin esperar a los pasadomañanas, dominado como estaba por el ímpetu, poseído por las ganas de todo, con las neuronas despiertas y una salud general agradecida, que debía darme la oportunidad. Que tampoco era fácil, porque no era fácil salirse del confort del éxito del que nadie te estaba pidiendo que te salieras. Estar donde estaba, con reconocimiento profesional y popular y económico, era estar en la titular del Real Madrid y anunciar que colgaba los guayos. Como Zidane. Pero justamente por eso era que había que hacerlo. Por eso y porque me esperaba todo aquello que había diseñado: me esperaban los colores vivos de una vida fuera de la franja gris de las noticias; me esperaban los olores de la cocina que quiero/debo aprender. Y los saberes que siempre he querido meter en mi hipocampo cerebral también me estaban esperando porque había llegado la hora de eso, de entender algo mejor y a fondo para no persistir en aquel estatus al que parecemos obligados los periodistas que es el de saber de todo pero de nada más.
Y aquí voy. Había previsto que mi especialidad culinaria iba a ser los chilaquiles, pero me he ido más por los risottos. He sido fiel al gin-tonic con Bombay Sapphire y le he sofisticado con algunas versiones probadas en exóticos bares que he visitado hasta volverlo un rito cada vez más eventual. Me han resultado del todo certeros los votos que hice de poder ver, sin interrupciones ni angustias de tiempo, todos los torneos de tenis por los que auguro que el reinado de Novak Djokovic será largo; la Champions me la vi enterita y terminé aplaudiendo –y de pies—al Barcelona. He vuelto a leer Memorias de Adriano, a mi mesa de noche han regresado libros de poesía y en el patio de mi casa hay hamacas tendidas no solo los fines de semana. Desde luego que sé qué está pasando, desde los pormenores del asunto Strauss-Kahn hasta al soterrado bloqueo republicano a Obama y el reverdecimiento de los ultranacionalismos desglobalizadores, y tengo opinión sobre el rumbo del gobierno Santos y creo que me he llegado a compadecer de Uribe, pero no es a eso a lo que apunta ahora el periodismo que sigo haciendo. Escribo, y escribiré más para ver si desarrollo mi afición por la mecanografía hasta convertirla en vicio como Eduardo Escobar, y estoy a cargo como director y editor de una colección de libros sobre botánica colombiana que me tiene aprendiendo en serio una ciencia hermosa y un patrimonio muy vasto.
Eso, pero sobre todo tomármelo suave, han sido estos primeros tiempos de recreo soñado. Eso y paseos que me debía porque me debía los glaciares y las soledades de la Patagonia y de Tierra del Fuego, y me debía el azul tremendo del Egeo y la congestión inverosímil del estrecho del Bósforo. Y, sobre todo, me debía volver a tener todo el tiempo del mundo para reírme a carcajadas con Anamaría, con Mateo, con Federico y con Luisa, que son mi familia y que son toda la belleza del mundo.
Revista SoHo, 2011