Hugo Zapata
Un artista de los escasos. Porque su obra es elemental e imprescindible, una exposición hace memoria de lo que ha hecho
Medellín ebullía en los 70: las Bienales de Coltejer y el movimiento estudiantil movilizaban las quietas aguas. Ambas cosas alcanzaron a Hugo Zapata, un pichón de arquitecto entonces. Después de ser pupilo de Rafael Saenz y de Pedro Nel Gómez, de dibujar largamente un Bolívar de yeso con corona de laurel o bodegones, se topa con aquella explosión de arte contemporáneo servida en bandeja en las Bienales, y oye hablar al escultor Carlos Rojas. “Vi que el arte era un alfabeto por conquistar, que no se trata de repetir sino de pensar; de contar lo que uno tiene adentro”. Cambió de mirada y curó los temores que lo habían hecho abandonar los dos años que llevaba de estudiar arte en la universidad de Antioquia. Optó por buscar en la arquitectura la cercanía del arte, ponerse en relación con el espacio y buscar el oficio de crear.
Era difícil decir que iba a dedicarse al arte y contradecir su papel de primogénito de una familia paisa de 15 hermanos, sus papás de La Tebaida (Quindío) y que como los de su estirpe, temen la incertidumbre que alberga el arte. Pero una vez tomada esa decisión, se indignó con lo que daban a los muchachos en la carrera de Artes. En 1977 fundó en la Nacional, junto con otros artistas, una carrera de arte donde el propósito fuera hacer salir de los estudiantes cosas que no se supieran y donde el estudiante trae todo y sólo hay que darle herramientas.
¿Y él mismo de dónde sale? De ser él entre los 15 hermanos con los que mantiene una relación viva. O de aquel niño que era cuando unas palabras dichas sin propósito lo marcaron, lo entraron en un sueño. “Sentía respirar la tierra debajo de mis pies. MI padre me hablaba de las minas de Amagá: debajo de nosotros, mijo, hay mantos de carbón prendidos desde siempre: son sordos, lentos y seguros, nada los puede detener, nadie lo intenta. Arriba hay vacas, árboles, café y gente comulgando”. Y de esta imagen reverberante, salió en medio de hermanos, de recorridos, de ensayo y error, de horas de experimentar ennun laboratorio de geología, de mirarle los ojos a la tierra, de encontrar en China el secreto de la piedra que se ablanda acariciándola con el agua, de hacerle decir a las piedras y al suelo, a los troncos su voz, de ahí brotó Hugo Zapata, el escultor.
Quien ha visto una obra suya es probable que no se desentienda. Es a la vez el artista más local pero consigue decir lo elemental, algo universal. Con un asombro primitivo, como de habitante del planeta primogenio que no sabe si el sol vuelve, Hugo Zapata deja formarse por dentro la impresión de lo que llega, de lo que se esconde, para sacar señales de dentro a los silenciosos elementos De ahí sale la conexión con la prehistoria que el observador siente al mirar sus fósiles encendidos, sus mantos de la tierra, sus cotas marcadas por yarumos alrededor de la represa, sus pórticos que enmarcan horizontes, o la pirámide que flota en la bahía.
“Se fue volviendo un alfabeto enriquecido” dice de su pasión de mirar, tocar, desentrañar. Lleva 30 años siendo artista, despierto, en constante función. Sus obras la conocen en países de América donde lo llaman galerías y bienales y algunas en Europa. En medio de esta etapa creativa ha sido profesor que acompaña a los alumnos en la tarea de investigarle al día sus misterios. Ya se jubiló de dar clases pero sigue conversando con sus alumnos, que lo tienen de referencia para no perderse en la jungla de imposturas. Hugo Zapata sigue viviendo en primer plano. “No tengo metas propuestas. La actitud del arte va con la vida, las cosas van pasando y voy viendo cómo me relaciono con ellas. El día en que sepa desde el amanecer cómo van a ser las cosas, le digo a Diana: -inseparable compañera de 23 años juntos- no me dejes levantar”.
Noviembre 2002