la consecuencia
sitio de Ana María Cano y Héctor Rincón

Savia Caribe.
La Macuira.
Por Héctor Rincón.

Vientos benditos

Hay que tener mucha fe y sortear las muchas curvas de unos caminos inventados sobre la marcha para llegar a ver a lo lejos el milagro verde de la serranía. Además de las trochas del desierto guajiro, de sus matorrales espinosos y de sus bosques de cardón y de los vientos que borran las huellas de las arenas y vencen los ramajes de los trupillos, además de todo eso, hay que padecer los sobresaltos de un viaje que dura como ocho horas desde Uribia para llegar a Nazareth, que es el poblado más próximo para ascender a Macuira.

Pero, sobre todo, hay que tener fe. Cuando se tiene, se triunfa. Cualquier desfallecimiento frente al reiterado paisaje de cardones yosú, de tunitos y de pitayos y de guamachos; de otra vez cardonales más altos y de preciosos cercos de trupillos agrestes, de incipientes olivos, de escasos dividivis y de cachos de cabra y de numerosos riachuelos secos que cuando vuelvan las lluvias serán caños y lagunas que cambiarán el paisaje y harán el camino más intransitable aún, cualquier desfallecimiento en el desierto, te privará del paraíso que te espera cientos de tumbos brincos  más adelante.

Después de ello, la victoria. Entonces en la distancia aparecen los tres cerros que componen las veinticinco mil hectáreas de Macuira, una serranía de treinta y tres kilómetros de largo por diez de ancho que es un  santuario de flora y de fauna, pero, ante todo, un milagro en medio de este desierto de chivos y de  rancherías que forma la frontera de Colombia con Venezuela.

Los tres picos verdes tienen nombre y tienen leyenda. Nombres: Macuira, Simaura y Cosinas, todas mujeres, todas hijas de un cacique del territorio lingüístico arawak, desobedientes ellas, castigadas las tres con convertirse en cerros y llorar y llorar arroyos y riachuelos y hasta ríos. Por eso está ahí Macuira, toda imponente, a la que llegar no es fácil, pero a la que no llegar es perderse de sentir como corre bajo tus pies el milagro de la naturaleza.

Un desierto, dije, inmenso como el de la Alta Guajira, roto de manera súbita por este reducto insolente donde todo reverdece siempre. Una isla como quien dice. Una isla biogeográfica. Hay en ella cinco ecosistemas, tan variados que van desde los más áridos, que queman de hostilidad, a los bosques que huelen a climas fríos como si estuvieras próximo a un páramo. Hay monte espinoso tropical, matorral desértico subtropical, bosque seco subtropical, bosque húmedo subtropical y, el más excéntrico de estos ecosistemas, que es el bosque nublado.

 Sobre éste, sobre el de niebla, soplan los vientos que refrescan a Macuira, que la reverdecen, que la consienten, que la hacen única en el mundo pese a su modesta altura máxima de ochocientos sesenta metros sobre el nivel del mar. Única, insisto: Macuira tiene bosques de niebla  a partir de los quinientos cincuenta metros y una vegetación como de región andina, ahí no más, mirando hacia la aridez del desierto como desde un balcón.

La maravilla la hacen los vientos, y ayudan los suelos arenosos y arcillosos, pero valen especialmente los vientos. Soplan los alisios desde el noroccidente y entran los ventarrones que vienen desde el mar y chocan con la ladera de los cerros. Y ascienden. Se enfrían. Y se condensan y se espesan y se humedecen y se vuelven nubes y las nubes lloran como dice la leyenda que lloraron las hijas del Cacique descorazonado. Esas lágrimas de agua, que no es lluvia, se precipitan sobre las ramas de los árboles, rocían las hojas, recorren los troncos, caen sobre el manto de la tierra y con paciencia forman arroyos, que son los únicos arroyos que hay  en toda la Alta Guajira gracias a ese proceso prodigioso que ocurre aquí, donde las lluvias propiamente dichas son tan escasas como en el resto de la región.

Eso pasa en Macuira. Y porque eso pasa, en su franja de bosque nublado, pueden subsistir ciento veintiuna especies de plantas. Bosque andino con helechos que en otros ámbitos no se daría sino a los tres mil metros de altitud o más. Y hay diez especies de orquídeas, dos de platanillos, dos bijaos, protegido todo por esas nubes que se llaman cumulus por la tarde y nimbostratos al atardecer y que  arropan el bosque enano de epifitas que suman, además, numerosas especies de bromelias y musgos.

Los botánicos que han estudiado con ojos estupefactos este prodigio dicen que las familias dominantes en el bosque nublado de Macuira son: Orchidaceae (orquidáceas/orquídeas), Compositae (asteráceas /compuestas), Bromeliaceae  bromeliáceas /bromelias), Melastomataceae (melastomatáceas) y Euphorbiaceae (euforbiáceas). También identifican allí treinta y siete cotiledóneas, cuatro aráceas y una zamiácea, la zamia muricata, que es endémica.

Y mucho más hay  en este santuario de la naturaleza donde se oyen silbos de azulejos nectarívoros, revolotean los vireos y anidan los barranqueros y una variedad de fringílidos. Y se han identificado quince especies de culebras y se aparean las ranas y las iguanas y los sapos. Viven allí mapuritos, zorro-perros, saínos, micos carablanca y rabopelado, además de los chivos que pastan y vagan libres por este territorio que es wayúu desde cuando comenzó la memoria.

Por esto último Macuira es un territorio sagrado, donde también se guardan vestigios arqueológicos que construye la memoria de este pueblo, innumerable por nómada y por binacional pero que constituye una nación unida por cantidad de costumbres ancestrales y por tener en Macuira un legendario fortín territorial, valioso no solo por el exotismo que significa, sino porque en estas tierras cultivan también sus plantas medicinales y espirituales.

En letra cursiva

El camino desértico que se recorre para llegar a la Macuira es tan hostil, que son pocas las plantas que se sostienen a su vera. Existe sin embargo una familia solitaria que se ha adaptado a estos desiertos tan poco habitables. Son las cactáceas o cactos, que comprenden los tunitos o tunas (Opuntia sp.), el cardón real o canelón (Stenocereus griseus), la pitahaya (Selenicereus megalanthus) y los guamachos o chupachupas (Pereskia guamacho), entre otros. Terminando esta ruta desolada aparece una mayor riqueza de plantas de la región. Encontramos mimosáceas, como es el caso del trupillo o cují (Prosopis juliflora); cesalpiniáceas, como el dividivi (Caesalpinia coriaria), y hasta los así llamados “olivos”, también conocidos como naranjuelos (Capparis indica), pertenecientes a las caparáceas. 

Y a medida que vamos subiendo por el camino de la Macuira, a medida que vamos cambiando de ecosistema, las especies también van cambiando  como en una acelerada sucesión de pisos térmicos. Por ejemplo, al llegar al bosque nublado o de niebla, podemos apreciar bromelias y aráceas. Y cuando se asciende otro poco aparecen las asteráceas, con ejemplos de romeros de páramo (Diplostephium sp.) y de tabaquillos (Paragynoxys sp.) que en otras partes crecerían a mayores alturas.