Réquiem por La 26
Héctor Rincón
Ya no hay Santa Lucía que valga, lo se, porque después del ojo sacado lo que queda es llorar lágrimas de cocodrilo al ver lo que está pasando, lo que está pasó, con la zona más civilizada de Bogotá, con la más sagrada, con la más acogedora, con la Calle 26 que en paz descanse.
Qué dolor. La tierra arrasada que le aplicaron a los ciento setenta y dos mil metros cuadrados de zonas verdes, a sus amplios dobles carriles, a los humedales que hacían de desagües naturales, han convertido esa entrada a Bogotá en un lamentable paisaje desolado, atiborrado ahora de ese hule verde que esconde –o lo intenta—el crimen cometido.
Han eliminado un montón de pinos romerones que los Muiscas consideraban los reyes de los bosques nubados. Cayeron araucarias, pinos candelabros, pinos hoyuelos, cipreses. En donde ahora hay retroexcavadoras y volquetas había encenillos y laureles y robles. Y astromelias también había.
Desde el año 1952, hace ahora cincuenta y siete años, la de Eldorado fue la avenida colombiana de mostrar. A diferencia de las obras efímeras de ahora, de los puentes sin oreja, de las carreteras sin taludes, de las calles sin sumideros de aguas lluvias, de túneles por los que no caben los camiones y todo el etcétera de un país con una infraestructura de comienzos del siglo XX, a diferencia de todos esos desastres, la de la Calle 26 fue una obra hecha para la historia. Se pensó en grande, en definitiva, como alguna vez se pensó París, como alguna vez se pensó Washington.
Amplia, ancha, hermosa, la avenida hacia el aeropuerto fue durante más de medio siglo un ejemplo de construcción bien pensada. Y durante todo ese tiempo sirvió para chicaniar a los visitantes que llegaban o salían de Bogotá por su generosidad. Que después los turistas se encontraran con las troneras y las estrecheces y la suciedad, era inevitable, pero al menos la avenida Eldorado los recibía y los despedida en grande.
Todo eso, toda esa historia, quedó hecha ripio en unos días. ¿Y para qué? No para construir un Metro definitivo, una obra pública inmortal. Todo eso que está pasando, que está pasó, lo han hecho para poner ahí unas hileritas de Transmilenio, unas estaciones desechables, unos carriles insuficientes. Porque a pesar de que movilice mucha gente (apretujada, irrespetada), a pesar de que sea mejor que las chatarras de Directo Caracas, el Transmilenio es un sistema insuficiente, indigno y contaminante. Y vulnerable: cada día de por medio hay un accidente, cada día de por medio una parálisis. Y las rutas alimentadoras no funcionan. Y quien viene del norte profundo hacia La Macarena debe hacer una travesía de horas.
Se ha dicho siempre que Transmilenio es una solución alcanzable por esta mentalidad de tercer mundo que nos gobierna. Tal vez lo que nos merecemos, dirían los postrados. Que todo ese movimiento de tierras y de destrucción de zonas verdes fuera para unos subterráneos para mover un Metro, vaya y venga. Un Metro, el peor de los metros, es mejor que el mejor de los Transmilenios. Y en este punto hay que repetir la cantaleta: el Metro más próximo, el de Medellín, lleva funcionando cerca de quince años y ahí va. Airoso. Con ciudadanos agradecidos porque viajan en un transporte digno. Sin accidentes. Sin estar sometido a parálisis. Un medio de transporte limpio, en crecimiento, autosuficiente. Y en este punto se dirá –los estoy oyendo—la misma perorata de siempre: que el Metro de Medellín lo pagaron entre todos los colombianos y por sus rieles corrió la corrupción. Supongamos, sólo por suponer, que lo pagó la nación. ¿Y? Supongamos, sólo por suponer, que hubo sobrecostos. ¿Y? La verdad comprobable es que funciona. Ahí rueda, todos los días, feliz. Sin tropiezos.
Que todo esto que se ha deshecho en la Calle 26, todos los pájaros que se han espantado y todos los verdes que se han arrancado, sea para un sistema como Transmilenio que se vuelve obsoleto cada semestre, ha sido un negocio funesto. Para Bogotá y para la imagen del país porque era por la avenida soñada y ahora marchita por donde entraba el mundo.
Héctor Rincón