El Ay! Festival
Tal y como estaba previsto los filibusteros, que abundan y que son tan previsibles, no iban a dejar pasar incólume el Hay Festival y le han lanzado las obvias pedradas podridas de amargura porque se sienten marginados de una felicidad que suponen y se suponen excluidos del paraíso que creen merecer.
Los he oído, los he leído. Entonces se han dejado venir con sus peroratas trasnochadas en las que vuelven a describir la marginalidad cartagenera, las ciénagas estancas, las adolescentes preñadas y los techos de zinc y las paredes de hule que hay al pie de la Popa. Toda esa miseria ancestral –a la que alguno de estos francotiradores ha adobado con la historia de hambre que padecieron en el Sitio y con la esclavitud de millones de negros traficados—la ponen en contraste, para que chille, con los olores a Balenciaga que se desprenden de las mujeres rubias y ajenas que, según su envidiosa imaginación, acudieron al festival de literatura que se celebró por cuarta vez con todo éxito.
Es cómico el contraste que establecen para el intento vano de tirarse en el Hay, que para ellos es el Ay!. Endosarle a un evento de estos la indolencia frente a una Cartagena necesitada, es fácil y es necio. Nada tiene que ver esta cita anual –cada vez más concurrida, cada vez más nutritiva—con la postración de siglos de una población urgida de dignificación que debe brindarle una clase política local de desproporcionada corrupción. Una manada de gomosos por la lectura que acude a Cartagena a encontrarse con un grupo de importantes escritores, no puede cargar con la culpa de la exclusión en la que mueren los miles de habitantes del Nelson Mandela. Por decir algo.
Ellos lo saben. Tienen que saber que sus quejidos son simples ganas de joder teñidas por el resentimiento y que nada tiene de malo que Carlos Monsiváis dicte una conferencia y se pasee por los callejones de Cartagena. Y que no es malo que acuda a Colombia Salman Rushdie y que hayan venido Luis Sepúlveda y Alberto Ruy Sánchez y cien más y que durante cuatro días se hubiera hablado de autores, de géneros, de libros, de polémicas.
No le veo nada de malo a esa presencia de intelectuales en una ciudad esplendida a la que llegaron también miles de jóvenes de todo el país que se pagaron sus gastos, como me los pagué yo y lo digo de paso para acallar las suspicacias que surgen automáticas entre esos petardistas de oficio que suelen juzgar por su propia condición. Muchos, todos, acudimos convocados por la adicción a la lectura y a Cartagena. Y pasamos bueno, claro, delicioso, muy, porque a eso fuimos y porque no hay en ello tampoco nada de malo.
Cuando oigo y leo esas voces pretendidamente ácidas que lanzan dardos a lo que se mueve sin ellos, me invade un sentimiento de pesar. Por ellos. Sufrirán mucho al ver que el movimiento literario no los toma por imprescindibles. Que no lo son. Y que los libros y las lecturas de poemas y los debates literarios también pueden hacerse a cielo abierto o bajo las estrellas mientras corre la brisa del mar y los asistentes huelen a limpio y se toman un ron bien servido. Que los ambientes sórdidos de humos densos y de gente mal encarada y sobregirada y escandalosa, no son obligatorios para el pensamiento y para la creación.
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Por cuenta de la impertinencia de Botero y de lo dudoso de Morris, he oído generalizaciones alrededor del periodismo y del protagonismo en el episodio de las liberaciones recientes. Por azar estuve con Daniel Samper Pizano en las horas en las que le pidieron acudir al proceso, y acudió atraído por un imán humanitario, desprovisto de vanidades, por sus propios medios económicos, y para ello sacrificó el anhelado descanso de sus vacaciones en Cartagena y sacrificó también dos ponencias que había escrito para el Hay Festival. La presencia discreta, seria, respetable y responsable de Daniel Samper Pizano en ese acontecimiento confirma la seriedad de su periodismo y su compromiso como colombiano.