Me llamo Fabiola Grisales
Historia de una mujer colombiana de las que puede decirse “nacen condenadas”. Una historia de la vida real
Por Héctor Rincón
Puesto escoger entre lo que me cuenta Fabiola Grisales, con ese frío que lleva en la piel y desde esos ojos congelados y con esas palabras bestiales; puesto a escoger entre lo que me dice esta reclusa de 38 años y lo que está escrito en el expediente de un juzgado promiscuo, le creo a ella, a Fabiola, porque le estoy viendo el corazón desde hace rato, desde cuando me recibió en la celda de la cárcel del Buen Pastor.
Ella tiene un corazón oprimido y unos ojos negros y unas manotas de campesina, Don, con las que cogía hasta doce cocadas de café al día; doce cocadas que son las que uno alcanza a coger en un día y me pagaban dos mil pesos por ellas, dos mil pesos para ayudar a la casa en donde éramos siete hermanos más mi papá y mi mamá, nueve, más un señor que siempre estaba por ahí que se llamaba Jacobo, diez, y once con un hijo de ese señor que se llamaba Benito y que era mucho más grande que yo y que es el que tiene la culpa de toda mi desgracia.
De Marquetalia, Don, en Caldas, sí; ufff muy quebrado y muy montañoso, de allá, de una vereda que se llama Guarinó, café y caña, tomate y maíz y chusmeros como Sangrenegra a quien mataron por ahí como contaba mi papá que les decía chusmeros y no guerrilleros como les dicen ahora porque ser chusmero antes era muy difícil en cambio ahora cualquiera es guerrillero, y cualquiera se hubiera ido de la casa mía como me fui yo muchas veces, ufff, muchas veces porque qué pobreza y que fríos y qué aguaceros y todos durmiendo en el suelo entonces yo me iba para otras partes, para otras casas en donde me dieran comida y cuando regresaba a los cuatro días o a los cinco días mi mamá decía ¿dónde estaba esta conchuda? y era todo lo que me decía.
Y le pegaban. A Fabiola Grisales, que era muy hábil cogiendo café y muy buena cortando caña; a Fabiola Grisales que trabajó en eso desde cuando tenía cuatro años y desde cuando tenía cuatro años trabajaba desde las cinco de la mañana hasta las cinco de la tarde; a Fabiola Grisales que hizo como pudo dos años de escuela, le pegaban. Le pegaba un papá parco y holgazán, y le pegaban los hermanos todos y las hermanas también, Porque en la casa todos les pegaban a todos y yo no creía que hubiera otro mundo peor que el que me había tocado, señor, pero estaba equivocada porque me tocó peor cuando me fui con Benito que era mucho más grande que yo y eso que todo había sido horrible, hasta me tocó ver cómo violaron a mi hermana Orfa, a las malas la violó el novio, pero ella dijo que había sido a las buenas para que a él no lo metieran a la cárcel y no lo metieron a la cárcel ni nada mientras yo creo que a mi hermana le hicieron un maleficio porque empezó a tener ataques, como a morirse cada ratico, hasta que se murió del todo cuando tenía como quince años.
Orfa tenía quince años cuando se murió. Fabiola tenía doce años y medio cuando empezó a morirse porque el destino le tenía sentenciada una muerte arrastrada, una muerte en vida, infame y lenta, ejecutada por Benito que era mucho más grande que ella, como quince años más grande que ella, y a quien ella había visto toda la puta vida en su casa como si fuera un hermano más pero no lo era, Y un día me dijo vámonos de aquí Fabiola y como no tenía nada que perder y como nada peor me podía pasar a lo que me estaba pasando, pues me fui con ese hombre que fue el primer hombre de mi vida, señor; Y entonces Fabiola fue una más de las que se fue de la casa que era un rancho de campesinos agregados que quiere decir una familia de campesinos a quienes el dueño de la tierra les deja usar un rancho y están sujetos a las normas que hace cumplir el mayordomo y trabajan todos como jornaleros en la cosecha de café o en la siembra de tomate o en la molienda de caña, eso era lo que Fabiola dejaba atrás por irse con Benito que además de ser más grande que ella, como quince años más grande que ella, era mucha musculatura y mucha vida pues hasta había ido alguna vez a Bogotá, cómo te parece lo lejos, qué tal lo importante.
Así que me fui, me fui con él y cambiamos de finca que se llamaba Las Peñas y cambiamos de vereda hacia la vereda El Placer a coger café que era lo que sabía porque yo ni siquiera sabía señor cómo nacían los niños, qué iba a saber si un día le pregunté a mi mamá y me dijo que por las orejas y me regañó cuando le pregunté y me volvió a pegar cuando le dije que me estaba diciendo mentiras porque una niña me había dicho que no, que qué va, y una vez me puse a ver a una vaca y vi por dónde salía el ternerito, pero quedé con la duda de si eso eran los animales pero quién sabe si las mujeres; Fabiola Grisales supo todo eso de manera muy concreta, de modo indeleble, cuando iba a cumplir quince años y tuvo a su primer hijo y ratificó todo ese conocimiento con la experiencia de haber tenido otros dos hijos con Benito, tres en total, un hombre y dos mujeres, en el curso de su calvario que era la sentencia que le había dictado el destino y de la cual Benito era el ejecutor.
Las horas de la vida de Fabiola fueron peores y con ellas se fabricaron unos días horribles y diez años oprobiosos que fueron los que duró la muerte arrastrándose a su lado, asomándose en las mañanas y en las tardes también. Todos esos años duró criando muchachitos, trabajando como una bestia y –sobre todo, ante todo, por encima de todo—conviviendo con un animal porque Benito resultó peor que eso, Me levantaba a patadas porque sí, me pegaba planazos con el machete, a los puños, era una maleza sin oficio, borracho y vicioso que ni de jornalero servía y por eso no le daban trabajo en las fincas y por todo eso yo vivía peor que en la casa de mi papá, sin cama, en el suelo, sin comida, acostumbrada a los desprecios.
Dice Fabiola Grisales. Lo dice con una voz dura sin matices. Y sin dudas. Tal vez hay odio en sus recuerdos que le han brotado con sigilo pero sin dificultad. Lo dice sentada en el camastro de esta celda de cuatro camas de cemento y de cobijas azules como son las que hay en las celdas del Buen Pastor de Bogotá en donde están reclusas como ella, condenadas ya, condenada ella a 16 años de cárcel. Una celda con puerta de hierro a la que le cruzan un candado macizo a las nueve de la noche y le apagan la luz a las diez y la vuelven a prender a las cinco de la mañana cuando si acaso, si acaso, comienza a verse la aurora a través de un ventanal minúsculo y opaco que mira la vida que está al otro lado de todo lo que hay en este pabellón de detenidas, investigadas, juzgadas y condenadas en el cual está Fabiola Grisales por hechos que sucedieron en junio de 1995 en Marquetalia. Un miércoles.
Era miércoles y fue la última vez que me pegó, la última vez que lo vi muy por la mañana cuando llegó después de cuatro días sin aparecer y yo había recogido una estopa de café, la había lavado, la había despulpado, la tenía secando, listica para venderla y comprar el mercado de la semana para mis tres hijos, cuando llega él otra vez él, a las patadas y a las palabras a decirme que se llevaba el café, que lo iba a vender él; que no, que es la comida de mis hijos, que no; y él pégueme y empaque el café y yo que no, que algún día se me iba a acabar la paciencia, que algún día lo voy a matar, le dije, le grité y todos lo oyeron; mi hijo Jhon Jaime lo oyó y después de todo lo que pasó se lo contó a la policía y eso fue parte de mi condena, porque en esta tragedia mía no ha faltado ni eso, ni la declaración en contra mía de mi propio hijo.
Benito se llevó el café, no valieron lágrimas y ruegos de Fabiola; pudieron más las patadas y los insultos de Benito que se llevó el café, Me imagino que lo vendió y se lo bebió y se lo jugó porque hasta ladrón se había vuelto y no volvió a aparecer más, ni a los tres días ni a los cinco, como en las otras veces; ni a los dos meses ni a los cuatro, sino como a los seis meses, muerto, enterrado al lado de una tomatera, a media cuadra de un monumento a la Virgen, ahí apareció y ahí comenzó esta otra nueva vida desgraciada la mía porque no sólo me hizo infeliz en vida sino también después de muerto, porque por su muerte estoy aquí, porque me acusaron de haberlo matado y yo no lo maté que es lo peor; lo peor es no haberlo matado yo, lo peor es estar pagando el crimen que no cometí y arrepentida de no haberlo hecho yo misma porque todos los días me arrepiento de no haberlo matado yo y haberlo matado no cuando ya llevaba con él como diez años sino haberlo matado al mes de sufrir la vida que me dio y haberlo matado lentamente para que se diera cuenta quien lo estaba matando.
Dice Fabiola Grisales. Lo dice con la voz dura y con odio. Le sale del corazón oprimido y lo acompaña de una mirada más congelada que siempre. Con una convicción respetable que demuele la investigación rudimentaria que se hizo en el lugar de los hechos; el hallazgo de los huesos de Benito sin ninguna técnica, sin testigos, sin necropsia, sustentado todo por un anónimo manuscrito que fue dejado en el buzón de la alcaldía de Marquetalia, Señora alcaldesa en la montaña de la finca del señor Noe Ramírez, se encuentra el cadáver de Benito… y etcétera y etcétera, un etcétera así de prosaico que sirvió para que entrara a actuar la Fiscalía, la Unidad Móvil de Levantamientos, el Juzgado Promiscuo, el juez de cumplimiento de sentencias y todo el etcétera que en Colombia cae como un hacha sobre los pobres, especialmente sobre los pobres, ignorantes del código penal y del de procedimiento penal y están a merced de ellos hasta la condena final.
Cuando hallaron los huesos de Benito –a cincuenta centímetros del piso, reconocidos los restos por las botas de caucho que tenían un parche; reconocidos los restos porque en un bolsillo del deshilachado pantalón marrón llevaba una candela desechable de color verde—cuando hallaron los huesos de Benito, a Fabiola Grisales la consumió el pánico de la noticia y la espantó del lugar un finquero de la región que le dijo váyase que la policía la está buscando, Entonces empaqué lo que pude, mis tres hijos incluidos, me fui lejos, para otra vereda, lejos, y ese fue un error, pero al menos un tiempo después mientras huía conocí a William, la única persona en el mundo que me ha querido, la única que me ha tratado bien, el único que pensaba en el futuro y el único con quien tuve cama para dormir y comida para comer, y que ahora también está en la cárcel, en la de Manizales, porque dijeron que él y yo fuimos los que matamos a esa maleza de Benito que porque éramos mozos y que para poder vivir juntos habíamos matado a esa maleza de Benito y no; nunca le fui infiel, nunca, y eso que yo era una flaquita bonita y me miraban mucho y tenía mucho pretendiente, pero nunca nunca fui infiel.
Puesto a escoger a quien creerle entre lo que me cuenta Fabiola Grisales aquí presente, ojos muy negros, piel muy blanca, manos muy fuertes, sonrisas muy escasas pero sonrisas al fin y al cabo, sonrisas que no debiera porque motivos no tiene, puesto a escoger entre lo que me cuenta y lo que está escrito en el expediente que la condena a diez y seis años de cárcel, me quedo con lo que me cuenta esta campesina aturdida que trabaja ahora en la cocina del Buen Pastor de Bogotá desde las tres y media de la mañana hasta las ocho de la noche para rebajar la pena; esta colombiana indefensa que después de aquella acusación y al hallar a William, el gran amor de su vida, tuvo con él otros dos hijos, más tres de Benito, son cinco; al oírle las palpitaciones del corazón y el arrepentimiento de la conciencia, le creo a ella más que a un expediente construido a las carreras con deducciones simples pero suficientes para un justicia que, además, le cortó la única vida feliz que estaba llevando, la única esperanza que había tenido en una vida de humillaciones tantas, de privaciones todas y de desdichas y de sinsabores íntegros, que con razón, con razón, Fabiola Grisales acaba de preguntar por Dios, de pedir alguna pista de cómo es, de que alguien le diga que parte de Dios le tocó a ella.
Revista SoHo, octubre 2010