Quedaron confirmadas las sospechas sobre lo lejísimos que estamos de la muy venerada Europa, pero mucho más aún: la brecha se ha abierto hasta lo insondable y no sólo nos separa un océano de diferencias sino un universo de mentalidad y de orden y de estética. Es otro mundo del que no hemos obtenido sino postales y del que hemos copiado sólo gestos de malacrianza.
Hablo del fútbol. Pero, si quisiera, podría decir que también hablo de la vida y de la política porque la diferencia con los europeos es grosera: ellos, que se mataron y se contramataron no hace mucho, son ahora una sola legión: hablan 23 lenguas distintas, profesan múltiples religiones, están surtidos de millones de sabores culturales, y, sin embargo, son un puño: la primera economía colectiva del mundo.
Pero hablo de fútbol, de la Eurocopa de Naciones que por estos días vive su fulgurante final. Como cada cuatro años me he rendido ante su belleza y ante su organización porque, como tantas veces se ha dicho, es una Copa Mundial a la que le faltan, si acaso, Brasil y Argentina, pero por fortuna no necesita albergar otros fútbol rudimentarios y aprendices que llegan a los Mundiales por política de globalización y por contentillo: no hay que soportar aquí el patadón de los paraguayos ni la ingenuidad de Emiratos Arabes ni la disfuncionalidad colombiana. Nada de eso.
La Euro que acaba ha ampliado, dije, la brecha de calidad y creo que como nunca ha desnudado el mal fútbol que se juega no solo en Colombia sino en Suramérica, pues hasta Brasil y Argentina quedan en evidencia. Técnica y fuerza; habilidad y potencia; cerebro y músculo, fueron palabras usadas para discriminar aquel fútbol de éste. Y nos atribuimos siempre el talento y a ellos les dejamos el pundonor. Pues no. Lo que hemos visto es que los europeos están a la altura técnica de los mejores argentinos y brasileros y entonces ahora son competentes en las alturas y en el piso y en veinte centímetros ganan y ganan también en la corrida profunda de los cincuenta metros.
Los tanques alemanes vienen ahora con empaques sensibles como el de Lukas Podolski y como el de Tim Borowski que parecen criados en los potreros bonaerenses en donde se juega pelotica. Luka Modric, el menudo croata quien sobresalió más que todos por ubicuo y por atrevido y por sus dientes disparejos, es la muestra de que quedó atrás el estereotipo de grandulones insulsos que no sabían donde estaba la bolita.
Cualquiera de los dichos compite con los más diestros argentinos o brasileños. Cualquiera de ellos o cualquiera de tantos otros que hicieron un juego brillante en un torneo que cambió mucho de protagonistas: el deslumbrante Portugal se volvió ripio; y naufragó Holanda a quien siempre le quedamos debiendo; y se derrumbó Croacia malditasea con un golpe anímico en el último suspiro, pero siquiera despacharon a los italianos tan engreídos y tan repudiables por tener a Marco Materazzi.
Y cualquiera de los rusos es un canto al presente y al futuro. Qué conjunto. En velocidad y en técnica y en alegría. Y en juventud. Me quedo con ellos, así no sepa cómo rematarán su cabalgata. Andrei Arshavin, Denis Kolodin, Roman Pavlyuchenko y varios otros surtirán de asombros los estadios de aquí en adelante. Encarnan esa mixtura de la magia y la potencia y cuando los he visto lúcidos y dañinos y raudos e inquebrantables, me surge una sensación de ridiculez cuando trato de compararlos con lo que se juega en Colombia. No. No hay comparación posible entre aquello que hemos visto y este fútbol de aquí tan diestro en tarjetas amarillas, tan entrenado en coreografías de celebración de goles más que en goles, tan vociferante en el banco y tan peligroso en esas tribunas atiborradas de puñales. Ese fútbol de aquí que vive en el piso y en los tribunales no es comparable con nada de la Euro. Algo va del Chigüiro Benítez a Bastian Schweinsteiger. Algo de Pimentel a Platini.