Claro que si Luis Carlos Galán y Jaime Garzón hubieran coincidido en el tiempo en que les tocó vivir no los habría arropado ninguna química que los hiciera compatibles, y, más bien, hubiera germinado entre ellos una antipatía respetuosa como correspondería a dos ciudadanos demócratas, pero nada más.
Creo yo. No digo que no hubieran habitado el mismo planeta en el mismo instante. Sí. Pero cuando Galán fue asesinado hace veinte años, Garzón era una flor exótica que llegaba cargado de historias risueñas desde la provincia de Sumapaz y las dejaba caer en las casas de sus amigos que vivíamos en el barrio La Macarena, qué se me va a olvidar.
Galán y Garzón habitaron el mismo país pero en épocas distintas por poca diferencia. Cuando Jaime se encumbró en su notable popularidad, ya Luis Carlos no estaba. Así que entre todas las imitaciones que construyó y de las parodias y de las burlas que lo consagraron como un extraordinario humorista político, no recuerdo que jamás hubiera figurado Galán. Quizás le habría representado como un político con aires de arcángel, mamasanto y algo nerdo, un utopista, en fin, en medio de una jauría al acecho constituida por los cochinos rivales liberales que Galán tenía y asediado también por los matones sin hígados, tan cochinos como los políticos que ya dije.
Y tal vez Galán, adusto como era, un ser solemne que pocas veces se permitía el chiste, habría mirado y admirado a Garzón como un histriónico necesario, un irreverente vecino a la irresponsabilidad, un humorista con una inteligencia y un talento indispensable para ridiculizar egos y sancionar corrupciones. Pero tal vez –tal vez–, Galán nunca se hubiera sentado en la silla de embolar de Heriberto de la Calle.
Digo todo esto –y conjeturo sobre circunstancias de tiempo, modo y lugar imposibles—porque en este mes se están cumpliendo veinte años del asesinato de Luis Carlos Galán y diez del de Jaime Garzón. Dos colombianos ilustres, inolvidables, que llevaba cada uno a su manera un dolor por el país, muertos a bala por gatilleros pagados por narcotraficantes y paramilitares, en alianzas con políticos insaciables e impunes y con fuerzas secretas del Estado.
Lo único parecido que tuvieron las vidas de Galán y de Garzón fueron sus muertes. Balas pagadas por quienes vieron en ellos una amenaza para su estatus. Galán le movió el piso a la mediocridad que se había radicalizado y obstinado en seguir ejerciendo la política al servicio de los bolsillos propios y de las chequeras ajenas que los alimentaban. Galán, preparado, riguroso, estudioso, había dejado en evidencia, con su condición académica, que una muy buena parte de los políticos no cargaba con un proyecto de país porque muy buena parte de esos políticos disfrutaba del confort de la ignorancia.
Garzón, con un talento excepcional, ridiculizaba esa ignorancia y esa avaricia. La escenificaba a través de personajes, de imitaciones y de parodias que tuvieron un calado muy hondo en una opinión pública harta de la clase de crápulas que nos habían tocado, que nos han tocado, ¿que nos seguirán tocando?
Aquella actitud de Galán, sobresaliente con su conocimiento de país y con su pulcritud sin tacha, en medio de tanta laxitud y tanto ambicioso, causaba ira, causaba, miedo, causaba envidia. La misma ira, el mismo miedo, la misma envidia, producía la actitud de Garzón, quien ejercía una profesión airosa, sin compromisos con nadie distinto a con él mismo y con su irrefrenable creatividad como único instrumento. Una desgracia para Colombia la muerte y la muerte de estos ciudadanos indispensables. Nos privaron de ellos, como de tantos otros, porque a sus matadores les paralizaba que fueran seres libres. Que no se plegaran a sus mandatos armados. Que despreciaran armas y, sobre todo, la riqueza por mal habida de sus contrincantes.