la consecuencia
sitio de Ana María Cano y Héctor Rincón

Los invisibles
Columna en revista Cambio

Estoy a punto de llegar a la conclusión de que los desterrados son invisibles para los gobernantes y es del todo probable que así sea porque los gobernantes van raudos en sus camionetas de blindaje no se cuánto, van hablando por teléfono, van en sus ámbitos refrigerados, van encapsulados en vidrios oscuros para que no los vean, para que no vean.

Debe ser eso. Debe ser eso porque ante este drama tan doloroso no ha habido sino desdén de parte de quienes manejan los conceptos de cómo y para quién gobernar. Nada distinto al desdén –que limita muy cerquita con la humillación—nada distinto a eso pueden esperar los desplazados cuando la conciencia del régimen, el tira línea de Palacio, el muy mentado José Obdulio, llama migrantes a esos campesinos a quienes les han robado tierras y les han pisoteado dignidad y les han extirpado hasta la memoria del terruño.

Llamarlos migrantes no es un eufemismo sino un crimen porque lo que sigue es que les digan turistas mochileros. Es una denominación insensible y tan canalla como la que se le ha recordado por estos días a Jorge Rafael Videla, el ex dictador argentino a quien lo han vuelto a poner preso por sus delitos contra la humanidad. Arrogante e impasible como José Obdulio, Videla ha dicho que los desaparecidos son apenas unas “incógnitas”.

Cuando se les trata como transeúntes voluntarios, sin que se les respete su drama y sin que se les entiendan sus lágrimas, pues es coherente que ni siquiera se sepa cuántos son los desterrados. Lo que más ha hecho el gobierno es controvertir las cifras del desplazamiento: que no son seis millones, que son cuatro ochocientos; ¿cinco millones doscientos mil?, no, cinco millones trescientos cincuenta mil.

Cualquier cifra es rebatida y en eso se estanca el tema cuando basta mirar en redondo para saber de las heridas que deambulan por todo el país. Un desterrado es una herida ambulante y no habrá paz ni habrá felicidad en Colombia hasta cuando no se les resuelva el problema a todos estos desprotegidos que han perdido incluso las referencias vitales de las quebradas donde se bañaban, de los pájaros que oían, de las guayaban que brotaban del árbol de allí junto.

Frente a esa mirada cínica, que soslaya la gravedad del drama, los esfuerzos que hacen algunas agencias estatales para atenuar el drama resultan lánguidos. Y son apenas ideas las que están por ahí, envolatadas y confusas, con caras de resoluciones, aquellas políticas de resarcimiento que han sido más que todo burlas de los criminales que les robaron las tierras y les partieron el alma. Esos miles de millones de pesos de los que hablan los paramilitares que están representados en terrenos enlodados y en otros inmuebles con testaferros al acecho.  

Para los gobernantes invidentes, que van encaravanados entre escoltas violadores de normas del tránsito y para los joséobdulios imperturbables que no creen en el drama porque les parece que los colombianos expulsados de sus tierras a punta de metralla y de incendios y de torturas, son nada más que una estadística desafortunada, o la cuota que alguien tiene que pagar para vivir la paz que ellos dicen que se vive ahora en el campo. Para todos ellos –y para los ciudadanos, que los hay, que creen que los racimos humanos en los semáforos le dan una mala imagen al país–, para todos ellos hay expuesta en el Museo de Antioquia una muestra abundante de este drama del destierro. Es una exposición de obras salidas del corazón de decenas de artistas plásticos colombianos y salida también de cómo muchas comunidades han registrado con dibujos su desazón. Son testimonios en carne viva, de unos y de otros, que construyen el mapa nacional del dolor que para algunos es apenas parte del paisaje. Debería ser obligatoria esta exposición.