En Medellín, en abril como la lluvia, como la poesía, abandonó su cuerpo escueto, este hombre que ofició el asombro. Y vive siempre
Ocurrió que él asimiló el silencio temprano: el de los paisajes extensos con abismos previstos, el de atardeceres alargados y quietos que entraban a la noche cuando era niño y vivía suelto, abismado con su alrededor en el Carmen de Viboral, donde estudiaba en una escuela que parecía común hasta cuando en quinto de primaria él conoció al maestro que lo llevó de la mano, sin pretenderlo, al lugar de la poesía con sólo decir versos como si soltara pedazos de cristal deslumbrante, y los decía dejándolos caer sin énfasis, sin advertirlo.
Y allí le quedó plantado ese árbol que le creció por dentro a los 11 años, enraizado en la tierra del campo que amó y que al año siguiente dejó y llegó a la ciudad, a Medellín donde fue adolescente y sintió trasplantarse como cientos de muchachos de su generación que hilaban una indescifrable madeja de calles, de ruidos y caras ajenas que parecían todas enmascaradas.
José Manuel, el tímido consagrado, el silencioso devoto, el asombrado, volvió a trasplantarse, no del atardecer del campo abierto al horizonte embudo de este Medellín, sino esta vez a la planicie entumecida de Tunja donde la educación y la filosofía tuvieron en él un excavador, donde encontró a Clara, también entonces, ella, la que fue su compañera toda la vida y nacieron sus hijos. Volvió a Medellín a la Universidad de Antioquia ámbito de treinta años de su vida de 60, que pobló de lógica simbólica, la que transmitía a grupos de muchachos que comprendieron de refilón el roce de la sabiduría que les cambiaría su forma de mirar.
Volvió a pasar de tierra su árbol interior, esta vez a Virginia, la tierra del tabaco en los Estados Unidos a donde de nuevo la excavación filosófica y una lengua otra lo condujo hasta Emily Dickinson, dedicado, alcanzó a ser su mejor traductor al español. Como también a Whitman y aquel otro asombrado como él del prodigio que esconde lo ordinario, William Carlos William.
El primer libro de José Manuel se llamó Este lugar de la noche salió en 1973 a la luz, en esa oposición que lo copó de la sombra que despunta, cuando el poeta tenía 36 años, había vuelto a Medellín y aquí lo consideraron el mejor poeta de Colombia con el premio de la Universidad de Antioquia en 1988. La ciudad concreta era lo que le removía por dentro y él devanaba una música que tenía corazón y lucidez con la que acompañó al grupo que hizo en Medellín Acuarimántima la revista de poesía que alimentó peregrinaciones de poetas, e hizo un inventario de artistas que produjeron remezones más profundos que los escándalos que había hecho sus coetáneos nadaístas de los que José Manuel era, como Ramón Cote, “el contrapunto”. Nada vistoso y efectista produjo y por eso ayudó a concebir otras dos revistas de poesía en Medellín, cuando el vacío de Acuarimántima fue un hecho: Imago nacida en Copacabana, a donde él se refugiaba en las semanas de los últimos años de su vida, y Deshora en la que lo acompañó Elkin Restrepo de nuevo, constante contertulio. José Manuel descubrió luces en piedras en bruto, que dieron a esta ciudad voces necesarias, diversas, profundas, discordantes, a esta ciudad repleta de pragmáticos que por una ley de descompensación aun no descubierta, abona poetas y proliferan, tal vez sea la cercanía de la muerte. Devolvería, dijo José Manuel una vez, la calle Junín a Medellín, esa calle de la charla de los amigos, de las muchachas que parecían salidas de un libro de Fernando González y donde Crescencio Salcedo, descalzo, tocaba La Múcura y vendía flautas con su sombrero de caña. Recordó a Groucho Marx cuando todo pareció complicarse: “quiénes somos, de dónde venimos y para dónde vamos que tenemos los pantalones tan arrugados”. Llevó a un extranjero a ver una plaza de mercado de las que huelen a fruta y a tripa, a un entierro en un barrio, a una plaza y al Jardín Botánico para ver las 230 especies de árboles nuestros que hay allá, “será que somos poco más que naturaleza”, concluyó… Sus nietos , a los que llevó los sábados a la Biblioteca Pública Piloto a ver libros en la sala de ellos mientras él iba a rebuscar nadie supo nunca qué, están desprogramados esos días libres desde abril. Son voces de lectores las que ahora entonan versos de José Manuel Arango, que como decía él que entonaba para sí versos como un anacrónico, como si fueran mantras.
Mayo 2002