la consecuencia
sitio de Ana María Cano y Héctor Rincón

Obituario | La Hoja. De Luis Caballero.
Por Ana María Cano.
1995

Medellín, Julio de 1995

La agonía y el éxtasis

Por su obra, y no por haber muerto este mes en Bogotá, el pintor Luis Caballero es un legado al arte de los más significativos en Colombia

Un perfil por Ana María Cano

Cercano a su muerte él guardó silencio como correspondía a la intensidad de su vida. Sólo supo al final que a la hora de la verdad se había vuelto a Bogotá, ciudad de la que nunca renegó a pesar de su largo asilo en París, para terminar los días vivo, acompañado de sólo de aquellos que acertaban hacerlo en lucidez y sin melodrama, de manera tan propia como aquel chelo que sonaba en su funeral en la capilla del Gimnasio Moderno, una suite de Bach, con aquel respeto conmovedor que obtienen los seres auténticos. Con sus hermanos Beatriz, Antonio y María del Carmen, sólo usó meses después de haber muerto su papá Eduardo Caballero Calderón, Luis el pintor, cumplió siempre su intenso compromiso humano, con el arte y con el resto de las personas. Su búsqueda de la dignidad era tan íntima y persistente, que en palabras se atrevía a expresarse con ironía y en el dibujo y la pintura, con la forma más desnuda, descarnada y menos acomodada posible. Es ese fruto, el de su obra, casi religioso o en todo caso místico, con el que él pagó su vida, al morir temprano a los 51 años, ligero y menos trágico porque ahora mismo su obra estaba expuesta al público como testimonio. 

Luis Caballero tomaba en su obra todo lo que puede expresar el cuerpo humano desvestido, sometido a la prueba de la vida para seguirlo, adorarlo, capturarlo y testimoniarlo obsesivamente como una manera de recordar que nada más importa: ni el decorado ni los distractores sino ese ser humano apesadumbrado por su realidad física y su conciencia que lo sobrepasa. 

Quedaron claro para la posteridad, a través de su sinceridad y su confesión tanto verbal como artística, el valor personal suyo para reconocerse humano, su relación con los otros hombres y aquella inducción al autoconocimiento que tuvo en la niñez a través de su muy culta familia. Expuesto a la religión católica, en compañía de una tía pintora, estuvo imbuido en una religión llena de imágenes que para Luis Caballero niño eran sugestivas y que sumada a los viajes, al arte y a la literatura que fueron patrimonio familiar, pudieron reforzar su carácter sin arraigos ni dogmas, su rebeldía contra lo fácil y lo obvio, su palpable búsqueda del arte universal, del arte desprovisto de gestos que fueran efímeros, de los que son cosa de una época y que después carecen de significado. 

Caballero tuvo un camino en el dibujo, en el peregrinar mirando el arte que se ha hecho y se hace en el mundo, una aventura de descubrimiento, una investigación con los elementos mínimos, para no confundir la técnica con el estilo, por ejemplo. 

Su dibujo impecable de torso y un bolígrafo Kilométrico bastaban para hacer a ojos vista, una obra como lo hizo una y muchas veces sobre ese espacio en blanco que dejó previsto en el libro de su conversación con el periodista José Hernández cuando coincidieron viviendo en París, cuando expresaba enfático que sus mejores cuadros estaban por venir. Frente a Hernández, Luis Caballero aceptó desnudar el pensamiento tan pudorosamente guardado en sus obras y decir eso que su destino humano le había señalado. 

“Porque a través de la imagen de un hombre muerto siento que puedo comunicar más cosas que a través de la imagen de un florero. Por un lado puedo comunicar el horror que causa un hombre muerto. Pero por el otro, el placer y la belleza que puede tener la misma imagen”, le dice a Hernández en su libro confesional, Me tocó ser así. Para Caballero también era una sola la expresión que se le atribuye a Miguel Ángel, la agonía y el éxtasis. Deja claro el pintor colombiano ese filo mínimo entre la violencia y la fuerza, el placer y el dolor, la vida y la muerte. 

Pero la sinceridad era constante, así le escribe a su amiga y colega Beatriz González. “¿A qué me vine a París? Ni yo mismo lo sé. Tal vez fue un inmenso acto de ambición, o el simple placer de volver al pasado. ¿Para qué pintar? ¿De qué sirve hacer cuadros bonitos o buenos o geniales? ¿Llamarse artista y creerse Dios, pintar cuadros como quien prepara una mayonesa (esteticismo idiota), o confesarse en su taller y mostrar todo lo que se siente o se piensa (exhibicionismo). Pintar para cuatro amigos y cuatro iniciados, exponerlos, venderlos si es posible para luego comprar nuevas telas y empezar de nuevo? ¿Pero para qué sirve todo eso? Si uno pudiera ser grande de verdad estuviéramos haciendo algo que vale la pena, algo que emocione, que ayude. No tener esta horrible sensación de acto gratuito, esa inmensa vanidad de querer hacer soñar a los otros, o el placer de atormentarlos… El caso es que se debe pintar para los otros y a los otros la pintura no les interesa, o no la entienden, o les aburre, y tienen razón. ¿A quién le pueden interesar mis sueños eróticos? A nadie, a nadie”. 

Estuvo alerta a la vanidad y al vacío que pueden rodear a los artistas que tienen algún talento y que tienen éxito en la venta de sus obras o con los críticos. Caballero sentía su compromiso con lo más íntimo de él mismo y con sus antecesores en el arte y con los que iban a venir. Era un asunto más trascendental que su propia reputación. Sin proponérselo refutó al arte contemporáneo su alianza con la moda, su pretensión ideológica y su pobre resultado visual, lo mismo que el vacío de rigor. Buscó la honda lección universal en el arte: de Miguel Ángel a Goya, en quienes lograron expresar para generaciones ciertas nociones esenciales de lo humano. 

“El exceso de imágenes que la fotografía ha desencadenado ha producido una banalización completa de la imagen. Banalización de la belleza, del drama, de todo… Dibujar del natural es analizar. Es escoger… Dibujar no es reproducir la realidad sino tratar de apropiarnos la imagen fugaz y siempre distinta que produce en nosotros la realidad”, decía Caballero en el catálogo de una exposición en París. 

“Ser artista de la figura humana en el siglo XX implica un triple y difícil compromiso. Requiere la búsqueda de un estilo en medio del más variado y espléndido sujeto de la historia del arte, exige la más absoluta creencia en el hombre y demanda, hasta un cierto punto en ir contra la corriente. No son muchos pues lo que aceptan tal compromiso. Caballero no solamente lo ha asumido, sino que lo ha sostenido con integridad. De ahí que su obra resulte personal y convincente”, dice el crítico colombiano Germán Rubiano. 

En su oficio artístico, como en el humano, lo importante siempre estaba por venir. Su exigencia sólo cesó cuando la enfermedad del síndrome cerebeloso le impidió tener el control de sus manos y sus ojos para plantarse frente a un papel y a una línea. No tenía Luis la alegría más honda, esa que está sentada en una tristeza; ponía en función la risa de la agudeza, con cierta crueldad que está llena de consideración por lo humano. 

Tuvo en el arte, dificultosamente, como una disciplina física y mental de encontrarse con él y con lo humano, casi como un hombre del renacimiento, perteneciente a un tiempo ausente de sentimientos ni retóricas, por lo que desechó el modelo vital que acompaña el arte de bohemia, pero buscaba permanentemente, como en los místicos, el éxtasis, el máximo sentir posible. “La de Caballero es una búsqueda de la solemnidad propia de la gran pintura religiosa, heroica e histórica”… ”Ha arriesgado intencionalmente afirmar su individualidad pese al peligro de ser anacrónico, reiterativo, retrógrado”… ”Afirmar su diferencia, pero a través del acto creativo que sólo puede ser intuitivo”, dice Carolina Ponce de León, critica de arte, a propósito de la retrospectiva de 120 obras y 22 años de obras abiertas ahora en la Biblioteca Luis Ángel Arango de Bogotá. 

La escasa sociabilidad de Luis Caballero podía poner en jaque a los que a su alrededor no tenían inmunidad frente a su forma de calibrar a las personas con sus dardos humorísticos. 

Creía poder hablar de pintura pero no de arte porque era algo muy serio que no sabía bien lo que era, según decía. Haber estado en la Escuela de Artes de Los Andes con maestros como Juan Antonio Roda y Marta Traba fue una oportunidad al ser el único hombre que a la altura de hace treinta años estudiaba allá y podía ser artista sin tener oposición en su casa, donde contaba con una atmósfera intelectual y artística no determinante pero sí significaba muchas más posibilidades que a otros artistas de su generación. 

Luis Caballero descartaba la mitificación del artista como ser distinto a los demás, mejor o peor que cualquiera, tampoco creía la leyenda del artista en París o del sufrimiento como parte de la inspiración, pero en cambio lo escandalizaba el nexo entre el arte y el dinero, que consideraba actualmente tan estrecho que, no podía conducir a nada bueno, según decía enfático. Lamentaba que al poner artistas tan jóvenes en función de exhibirse se les viera forzado a un camino como el del arte que es muy difícil y en el cual podrían extraviarse sin haber hecho nada importante. También desconfiaba de la soberbia intelectual que detectaba en muchos artistas jóvenes, de los que se interesaban más en la ideología, en las ideas, que en el propio resultado. 

Despreciados en su momento en la academia, el oficio y el dibujo, se convirtieron para él en Europa en un desafío de aprender a pintar como lo habían hecho por siglos sus maestros antecesores porque primero tenía que encontrar la imagen, la tensión y después sí alcanzar la expresión. Sus primeros 10 años en París pasaron como un completo desconocido, haciendo letreros y decorados para la televisión francesa y dedicadas a la pintura el resto de sus horas libres. Pensaba de ocho a diez maneras sacarse de dentro una imagen fija que tenia, como si hiciera, decía Luis Caballero, siempre el mismo cuadro, con la certeza de que ese sería mucho más parecido al que es de verdad. 

Era consiente de que toda imagen figurativa es forzosamente literaria y omitía cualquier expresión del rostro que contara una anécdota. No lo convencía lo buscado de sus composiciones y la manera de poner los cuerpos porque creía no haber hallado la correcta, que no fuera artificial. 

Igual que su marrullera risa, cada vez más parecida a la del gato de Cheschire en Alicia en le País de las Maravillas, el que aparecía y desaparecía con la sonrisa, Luis vivió en París rodeado de gatos tan esquivos y afectuosos como el mismo. Su primer momento de fulguración ocurrió a los 23 años, recién graduado, cuando se ganó la primera Bienal de Arte de Coltejer en Medellín. Fue la suya una temprana iniciación en el éxito del que desconfiaba lo mismo que de las adulaciones, mitificaciones o farándulas artísticas, por eso el retiro parisino sólo frecuentado por sus allegados o por otros artistas como Gregorio Cuartas o Saturnino Ramírez que coincidían también en la residencia parisina. 

Su sentido del humor lo acompañó hasta el final; según un testigo de excepción, al ver el catálogo de la exposición que hacía la Biblioteca Luis Ángel Arango, se extrañaba de que para Beatriz González, su compañera de universidad, su corresponsal de epístolas artísticas por muchos años y prologuista de la muestra, el mejor dibujante fuera Fernando Botero, el mejor escultor, Fernando Botero…”Hasta razón tendrá”.

Curiosos que aquel artista tan pudoroso en aquello que tiene de personal e íntimo la forma de nutrir la vida y el arte mutuamente, fue capaz en 1990 de exponerse en pleno uso de su oficio a hacer una obra enorme en su extensión en la Galería Garcés Velásquez en Bogotá: pintando a los ojos del público que visitaba la galería para subrayar algo olvidado, la pintura y su ejecución como parte significativa de la obra: una gran ambición artística que no se confundía con la ambición personal con la que recientemente se mezcla. 

Dice Luis Caballero a Marta Traba: “Quisiera poder experimentar frente a las imágenes que produzco ahora el mismo sentimiento de adoración y de deseo que me invadía de niño en las iglesias. La Crucifixión, La Pietá, el Descendimiento, el Cuerpo yacente. ¿Para qué más? Con esos temas eternos se ha podido siempre expresar toda la pasión, toda la angustia, todo el drama de la relación entre dos seres humanos”. 

Quería llegar él, por un método clásico, universal a dejar su propio legado personal y artístico, testimonio del esfuerzo humano por comprender. La retrospectiva de obras actual, dice Beatriz González presenta “el recorrido que realiza un artista en la búsqueda de su expresión más auténtica. Qué hace un artista con su talento, cómo se aleja de la simple manifestación de sus dotes, sometiéndolas a prueba o tendiéndoles una trampa”. 

Pocas veces como en el caso de Caballero ese recorrido se corresponde tanto entre la vida de él y su obra. Y la retrospectiva como un examen público, coincide con la muerte, como en un guión escrito por la autodeterminación. 

Tiene algo que ver también con el martirio, con esa escéptica y amorosa aproximación a la muerte como una manera de asumir gustosamente el fin y el principio, eso que sus obras trasmitían en maravillosa ambigüedad. Dijo Marta Traba sobre él: “El súper-mártir, capaz de morir del modo mas heroico por su falta de agresividad, su escepticismo respecto al uso de la fuerza y su capacidad de defenderse. NO es extraño que el recuerdo de los mártires, su placer en la muerte, la retorcida e indeclinable unión entre mística y erotismo, sea un pensamiento recurrente que Caballero ha manifestado”. Así quedó de manifiesto en su vida tanto como en su obra, la agonía y el éxtasis.  

Julio de 1995. La Hoja