La muerte magnífica de Camilo Durán
Héctor Rincón
Escribir obituarios resulta siempre una tarea vanidosa porque terminás por proclamarte cercano a la celebridad fallecida e insinuás lo cachas que fuimos, y mucho más si es un muerto grande como Camilo Durán, con esa simpatía que se mandaba y con esa risa que soltaba desde el alma y esa alegría de clarinete que poseía este hermoso ser que cogió y se murió hace nada.
Pero necesito escribir. He llorado su ausencia y he reído su recuerdo; he brindado y he bebido y he hablado y he hablado sobre Camilo Durán desde cuando me lanzaron por teléfono la pedrada de su muerte. Y sembré con algunos de sus amigos un magnolio en su memoria y he releído ensayos que me recomendó y he vuelto sobre su música, en ejercicios con los que he congelado la tristeza y con los que me he dado cuenta hasta qué hondura tengo a Camilo.
Todo eso ha actuado como un poder curativo. No es que me haya curado del dolor que me ha causado su partida inapelable, sino que, al menos, me ha permitido hallarlo en el adentro. Porque no era en la piel que lo tenía. Y en la desolación y en el desgarramiento de los brindis con él y por él, le he felicitado y le he envidiado.
No recuerdo tantas lágrimas adultas como las que he visto y oído por Camilo Durán. Gente grande como uno dizque curada en duelos y en espantos y anestesiada ya, la he sentido desmoronada por el despojo, porque fue un despojo. Un luto como estos lo podía causar quien hizo de su vida un goce y fue tan bueno gozando, tan prodigiosa su producción de dicha y tan amplio su corazón, que repartió goce y repartió dicha a todo el que se le arrimó.
Entonces un gigantón así iluminaba porque lo que tenía por dentro era luminoso: la literatura que había escogido hasta hacerse culto sin poses; el cine que disfrutaba aún y siempre con asombro y la música que tarareaba y seguía con esas manos llenas de dedos largos y su conversación que lo volvía un imán en donde estuviera por sus historias fantásticas. De eso estaba lleno. Y de paseos verdes y de metrópolis intrincadas; de preguntas absurdas, de respuestas intrépidas, de todo eso, en fin, y de una elegancia ancestral y de un candor que cada día lo hacía más joven, de todo eso estaba construido Camilón y por todo eso merecía la magnífica muerte que tuvo.
No había sufrido mella su imagen ni deterioro su físico. No partió por algunas de las agresiones que son cotidianas en este entorno de escopolamineros abundantes y de matarifes rencorosos. Nadie le dejó una cicatriz de puñal en la espalda. Ni padeció partes médicos expedidos por la sala de cuidados intensivos. Ni una laguna en la memoria ni un pronóstico reservado. Nada. Murió en las horas cumbre del romanticismo, cuando los boleros derriten y el jazz se vuelve baile, esas horas cuando la luz de la media noche viajaba hacia la aurora, al lado de su último amor.
Y sabía –lo tenía que saber—que dejaba una estela de gratitud por su paso de cometa por esta vida. Se sabía feliz –tenía que saberlo— por sus dos hijos estupendos que desde hace años habían ya heredado a muchos de sus amigos; feliz de su mamá, de sus hermanos y de sus hermanas, por una relación que hacía chispas de lo fulgurante que era. En su trabajo estaba revestido de una autoridad por su palabra seria y de una credibilidad por sus juicios atinados y en los gremios a los que perteneció no sembró reproches porque no usó la zancadilla ni se paró encima de nadie y a cambio dio a borbotones generosos esa manera de ser y esa manera de decir capaces de alegrar un lunes de sobregiro.
Perfecta. Para Camilo fue una despedida perfecta. Por toda su vida la felicitación y por su despedida la envidia. Por ello dije, digo, he brindado. Pero también he tenido rabia y le he maldecido entre dientes y entre lágrimas le he maldecido por la putada de irse así, de irte sin decirnos, como siempre, adiós mis amores; de irte tan temprano de la fiesta vos que eras la fiesta.
KieyyKe, junio de 2012.