Modos de ser
Hay un mundo en donde las palabras parecen contadas y las distancias emocionales son largas. Hay ese mundo. Y este
De Escandinavia me gustan sus soles tibios que con esfuerzo logran iluminar paisajes de ensueño cuando navegas por el Báltico. Los arenques y las vieiras me gustan también y si me pongo a escoger ciudades bellas, a Estocolmo la escojo entre las primeritas: volver y volver siempre al Gamla Stan; sentarme nada más que sentarme en alguna de las bancas de los jardines del Palacio Real sin afanes de selfies; tratar de entender cómo es ese archipiélago urbano hecho de canales de aguas limpias y puentes y esculturas y jardines.
Cuando no hay ni siquiera ese sol indiferente pero al fin y al cabo sol, que es cada rato, los escandinavos viven todavía más para adentro. Tal vez por eso han desarrollado un talento excepcional para el diseño de su mundo interior. Sus casas y apartamentos son santuarios del confort y del buen gusto, hechos con mobiliarios bellos y finos, iluminados con lámparas y otros accesorios para los que han desplegado una creatividad fuera de control, de la hay cientos de muestras en las tiendas que en Helsinki te recuerdan que los finlandeses son vanguardia.
Todavía más adentro, dije, porque los escandinavos son ellos con ellos. Ellos con ellos para ellos. Solamente ellos. Claro que comparten copas y tazas de café en bares y centros de ruido nocturno en todas sus ciudades. Y se saludan, se sonríen, se gustan, se besas, se aman, se casan. Pero no están hechos de fibras expansivas, no de materiales cálidos, no de lenguas ansiosas y desnudamientos al rompe.
En todo esto pensaba anoche cuando leía un libro deslumbrante de la científica Hope Jahren, estadounidense de origen noruego, que se titula La memoria secreta de las hojas y que prologa con una reflexión sobre el modo de ser escandinavo. Su infancia y adolescencia silente, miembro de una familia de cuatro hijos en donde “era bastante común que nos pasáramos días sin tener nada que decirnos”. Dice Hope que las distancias emocionales de una familia escandinava se crean muy pronto y formula una pregunta que estoy seguro muy pocos en estas calenturas confianzudas se habrán hecho: “¿Puedes imaginarte lo que es criarse en un entorno donde uno no puede preguntar al otro algo referente a sí mismo? ¿Dónde preguntar “¿Cómo estás?” se considera algo personal a lo que el otro no está obligado a responder? ¿Dónde se te enseña a esperar que los demás hablen primero de sus preocupaciones y a no ser tu quien mencione antes lo que te preocupa? Seguramente se trata de una estrategia de supervivencia heredada de la época de los vikingos, cuando era preciso mantener largos silencios para evitar homicidios innecesarios durante los largos y oscuros inviernos en los que las reservas de alimentos escaseaban y los alojamientos estaban muy cerca los unos de los otros”.
El retrato escrito de los escandinavos hecho por esta científica es más completo. Y más sorprendente. Léanselo entero si les pica, pero cierro la referencia con esta sentencia que aparece en la página 24 del libro del que estoy hablando: “De niña estaba convencida de que todo el mundo se comportaba como lo hacíamos nosotros, así que no es de extrañar que, cuando me fui a vivir fuera del estado, me quedara perpleja al conocer a personas que, sin ningún esfuerzo, correspondían a los demás con esa sencilla cordialidad y ese afecto espontáneo que yo tanto había ansiado. Más tarde me tocó aprender a vivir en un mundo en el que, si las personas no hablan con los demás, es porque no se conocen, no porque ya se conozcan”.
En esas estaba –subvertido mi orden por esa descripción– cuando uno de mis hijos, llena la boca de palabras y la cabeza de recuerdos y las manos de gestos, nos contó lo que le había pasado esa tarde en un centro comercial de Medellín. Nada malo, no sufran. Mi hijo que vive en Nueva York está pasando unos días por aquí y paseaba cuando oyó un grito con su nombre. Fueron dos gritos con su nombre que salían de quien se le fue acercando hasta que reconoció a un condiscípulo de tiernos e indelebles tiempos juveniles en Rochester. Y entonces se desató una catarata:
Su amigo reencontrado le contó que había pasado después dé; los trabajos que había tenido porque la empresa que me auspició la beca se acabó y estuve viviendo un tiempo en Bogotá; qué había montado dos empresas y que le estaba yendo súper una de frutas secas y otra de impresión editorial en donde hacemos de todo, tené las tarjetas; si querés te llevás unas muestras de frutas quien quita que se te ocurra un buen negocio en Brooklyn; tengo dos hijos, uno de once y otra de ocho, una belleza, hombre, una belleza; le invitó que fueran esa tarde a jugar squash que es lo que estoy jugando ahora; llamó por teléfono a su mamá para contarle con quien se había encontrado; le contó que a su hermana le estaban haciendo una reparación estética en los “guardachoques” en una clínica que queda aquí mismo y le pidió que lo acompañara; le presentó a su cuñado, el marido de su hermana, con quien hizo chistes alrededor del gramaje de la silicona a implantarle a su propia hermana; le propuso que la próxima vez que viniera con amigos gringos de vacaciones se fueran a su finca a Bolombolo que tenía tres cuartos libres y que eso podía ser un negocio de futuro porque Medellín está muy contaminado; lo invitó a que fuera el otro día a la fábrica de los frutos secos que ya los están vendiendo en el Éxito; le pidió que lo dejase llevarlo para donde iba; pasó por su casa a recoger a sus dos hijos para que conocieran a su amigo de quien alguna vez les había hablado; se burló gracioso de que mi hijo (el mío) fuera para el centro de la ciudad; recordó episodios claves de la vida estudiantil de ambos; preguntó por la vida de muchos de aquellos que fueron parte de esa vida; se rió, gesticuló, invitó, propuso, describió, proyectó, habló y habló y habló sin pausa contando todo lo que se le aparecía en la mente sin hacerle retén a nada, acezando casi, ahogado casi.
Habló en esos minutos lo que habla un escandinavo en un año. O más.