El asedio de los buitres
Los turistas que en lugar de ayudar a los moribundos en Barcelona decidieron tomarles fotos y grabarles, abrieron una reflexión que hace rato le corresponde al periodismo
Tras la travesía de aquella camioneta criminal por el más concurrido paseo peatonal de Barcelona, quedó esa desolación inaudita y surgió una estupefacción colectiva de la cual quizás los primeros en reponerse fueron unos buitres a los que la muerte les había pasado rozando segundos antes: unos sobrevivientes de milagro que lo que hicieron fue empezar a tomar fotografías y a atrapar videos como turistas de la desgracia.
Eso pasó. Los teléfonos en los que habían acumulado cientos de fotos sonrientes y enviado miles de mensajes de bienestar, les servían en ese momento para el registro de la tragedia que aún estaba en desarrollo con cuerpos dispersos, muertos o moribundos, que hubieran podido ser los suyos si la buena suerte no les hubiera socorrido al paso del asesinato a setenta kilómetros por hora.
A ellos ––a estos turistas erigidos en macabros reporteros de una fatalidad que también era para ellos––, se les desató un instinto que quizás habían incubado por cuenta de sus excesos de consumo de medios y procedieron de manera irracional, no como lo hacen a diario tantas y tantas personas cuyo oficio consciente y remunerado es ir por la vida atrapando muerte y dolores.
El episodio originó un debate que ojalá hubiera sido más amplio, pero que terminó solo unas horas después cuando, como suele suceder, la vida y el mundo siguieron por donde venían. Y los turistas volvieron a las calles para ponerle más fotos a la memoria de sus teléfonos con ese risible automatismo con el que suelen: toman y toman sin mirar que toman, solo porque otros turistas tomaron y sin haber registrado en su propio disco duro que fue lo que tomaron. Llegarán por la noche al hotel y recorrerán lo que hicieron durante el día a través de las fotos que amontonaron, y no tendrán idea de qué esto o a qué es aquello.
En fin. Lo que pasó con esa aparición súbita de fotógrafos advenedizos poseídos por el morbo y una sangre fría de corresponsales de masacres, sirvió para que se reiterara la defensa de la fotografía periodística. Obvio. Ante la protesta de millones de por qué había que mostrar la escenografía de la desgracia, el periodismo fue rotundo: porque sucede. Y algunos reporteros gráficos, con toda razón, fueron más allá con una puntualización: la fotografía periodística no es estética; es informativa.
Pero el dedo en la llaga ––no contra el oficio de informar sino contra la insensibilidad ciudadana–– lo puso un usuario de las redes. Alvise Pérez se llama, andaluz de Sevilla, que ahora vive en Leeds, Reino Unido, según veo en sus perfiles. Habían pasado unas horas desde aquella calamidad, cuando cuestionó la actitud de los que aquí he llamado buitres: los que se despojaron de humanidades y conmiseraciones y se dedicaron a filmar y fotografiar dolores y muertes. Dijo Alvise Pérez en las redes, recogido por el Huffpost:
“Si alguien ha sido atropellado y está inconsciente, aunque no sepas primeros auxilios, pides ayuda y te quedas a protegerle. No le grabas. Si alguien se desangra a tu lado, aunque no seas médico, intentas ayudarle y protegerle. No le grabas. Si alguien está muriendo a tu lado, aunque no lo conozcas, te sientas y le acompañas mientras llega ayuda. No le grabas. Porque cuando en vez de ser humano te dedicas a grabar, lo único que muestran tus grabaciones es tu propia inhumanidad”.
Así de claro. Esas frases volaron, se reprodujeron, socavaron conciencias, hicieron su trabajo. Y han removido en mi un recuerdo de una historia de dolores y muerte sucedida hace mucho mucho, en aquellos tiempos que fueron muy largos en los que no había ni los instrumentos ni la velocidad de las comunicaciones de ahora.
El 20 de enero de 1980, Sincelejo. Un aguacero de fin del mundo diezmó en minutos el piso donde se levantaba una corraleja; se vino al piso todo aquello, tribunas, músicos, público. Yo caminaba hacia allá, estaba a dos cuadras del acontecimiento que cambió el rumbo de la tarde: de la fiesta exuberante y colorida del Dulce nombre de Jesús, en instantes se pasó al luto. La ciudad que iba hacia la embriaguez por su festejo anual y hacia el aturdimiento con las bandas que sonaban desde el amanecer y hacia la fatiga con el fandango que se bailaría hasta el amanecer siguiente, se llenó entonces de muertos y heridos por cientos. Sin ambulancias. Sin hospitales. Sin médicos. Ni siquiera había tanto ataúd como los que finalmente se necesitaron.
Allí estaba yo. Era entonces jefe de redacción de un periódico cuyo nombre no merece ser mencionado ahora porque hace años se volvió un pasquín de medio pelo. Un periódico en ese momento entrañable, grato, que dirigía Darío Arizmendi y al que, aunque en aquellos momentos yo estaba de vacaciones, solo llamé a dar anuncio de lo sucedido de manera muy básica. Pero nada más hice. No me quedé al relato del drama, a la reconstrucción de la desgracia, al censo de las amputaciones, a la necrología que a tantos otros colegas les hubiera parecido una ocasión para exhibir sus virtudes de cronistas melodramáticos y conseguir audiencias sensibleras. Aunque sí, otra cosa sí hice: me fui de Sincelejo aquella misma noche, convencido de que en la ciudad, en sus puestos de salud atiborrados, en sus hospitales callejeros debajo de carpas, en sus salas de velorio a la intemperie, se requerían médicos, enfermeras, donantes de sangre, pero no se necesitaban periodistas con grabadoras capturando testimonios de la fatalidad, quitándole aire a los moribundos y sitio a sus familiares.
Desde luego la decisión sirvió una discusión. La obvia: la de quienes consideraron (y creen y lo practican) que el periodismo debe recoger lágrimas de viudas y de huérfanos, ojalá últimos suspiros, de ser posible extremaunciones. Y quienes creen que no; esos que, quizás, no somos muchos, pero somos. Y que ante un drama humano, más humanos nos volvemos como se requería aquella tarde negra en La Rambla de Barcelona.