la consecuencia
sitio de Ana María Cano y Héctor Rincón

Opinion | Revista Semana.
Breve nostalgia de Bogotá.
2010.

De cuando acá

Héctor Rincón

De ese cielo rizado que se vuelve arreboles granates e incendia la sabana toda solo diré que siempre ha estado ahí, desde el primer anochecer de los tiempos, cuando las aguas y las nubes no se habían separado y más después también cuando Bogotá comenzó a llamarse así y esa ciudad era la urbe de la desazón y del caos.

Porque lo fue. Mi primera Bogotá, sin embargo, era mansa y verde y brumosa. Había un centro atiborrado de cafés bohemios y de tertuliaderos políticos; de almacenes de lanas y de corbatas a crédito cooperativo; había un Chapinero residencial allanado por los rastros del hipismo romántico de aquellos agónicos sesenta y había un norte de latifundios y un occidente de aeropuerto y el oriente de cerros, esas moles dormidas, telón milagroso, comienzo o fin de las 158 mil hectáreas de la ciudad.

Después, el desmadre. Bogotá –como le gusta decir a los alcaldes– creció al ritmo de un Pereira al año y se extendió como una mancha amorfa e incontrolable. Devoró pueblos vecinos; se engulló a Usaquén, a Engativá, a Fontibón; hizo suyo a Usme, se apoderó de Bosa y volvió verdad que la ciudad limita con el Meta y con el Huila no solo como un dato geográfico sino como una realidad poblacional.

Los demonios habían encontrado sede. La Bogotá de esos años, la de los ochenta, la de los noventa, fue una ciudad echada a perder por su propio desamor, a la que todo le quedó chiquito ante su crecimiento desaforado. No le alcanzaron los semáforos caducos ni los impuestos limitados ni las aceras ficticias. Era una ciudad con la autoestima vencida por sus propios grafiteros despiadados que gritaban en los muros Santa Fea de Bogotá.

Así era. Para salir de aquel atolladero no quedaba nada más que la esperanza y,  siempre, el cielo rizado que se vuelve arreboles que te hechizan cuando llegan las horas del atardecer, lo cual no es poco. Ni el cielo ni la esperanza. En la poesía y en el optimismo, quizás o sin quizás, se empinó Bogotá para comenzar una transformación que fue profunda porque la ciudad pasó de tener habitantes a tener ciudadanos que es lo que hace florecer el jardín y ocupar el parque y llenar la tesorería con los impuestos que se pagan.        

Y entonces la ciudad se volvió una expresión cultural disfrutable que es lo que la hace a una capital verdadera. Hay parques y hay plazas y ventorrillos y montones de restaurantes y de bares. Se ha reivindicado el derecho del peatón y hay, aunque sea incipiente, una ilusión del uso respetable de la bicicleta. Se oye hablar opita y guajiro y hay millones de santandereanos y de costeños y de antioqueños. Hay turistas de euros a cuenta gotas y de American Express ilimitado y de la globalización nos ha tocado no sólo la popularidad del sushi hasta el hastío sino miles de familias transnacionales que viven en Bogotá sin los miedos que les vendían a la distancia y que siguen sin entender de dónde salen tantas mujeres tan bonitas cuando se enciende la escenografía de los sábados en Andrés.

El cielo con sus fulgores de anochecida seguirá ahí. Gracias. Y los cerros mantendrán su imponencia. Muchas gracias. Ante esos patrimonios divinos, a Bogotá le urge la ayuda humana. La de gobernantes y ciudadanos. Los gobernantes recientes han cometido el pecado histórico de arrasar con la avenida Eldorado, nuestros Champs Elysee. Dios y la patria los condenen. Y a sus ciudadanos, para el futuro, les llama la tarea monumental de salvar el río que les devolverá la vida a los 18 pueblos de Cundinamarca por los que atraviesa. Dios y la patria los premien.