Ay, qué orgulloso
Héctor Rincón
Ubicar a un colombiano entre los murmullos de los pasajeros de un avión es fácil, le oí teorizar a Álvaro Mutis aquella tarde. Es aquel que habla con vehemencia del tema más complejo y resbaladizo. El peruano dejará una duda suspendida en el aire. El argentino propondrá dos o tres versiones. El mexicano dirá que eso es lo que le han contado. El colombiano, en cambio, dará cátedra y por ahí derecho dictará sentencia sin apelación.
Mutis, seguro, se ha encontrado en la vida con tantos y tantos colombianos como esos, que son de la misma estirpe de quienes siempre te dicen yo te arreglo esa vaina, no te preocupes. Si tienes un lío en Invías, en Findeter, ellos te arreglarán esa vaina. Son de la misma índole de los de usted no sabe con quién está hablando, que casi siempre van por la vida levantando la mano derecha para saludar al paso, agachan levemente la cabeza en un gesto de genuflexión casi perfecto, y sueltan de una bocanada ese saludo, típico en ellos, de qué hay de vidas, mi doctor ilustre.
No estoy hablando, desde luego que no, de todos los colombianos. Faltaría más. Hablo de esos, de los que están construidos de arribismos, untuosos y babosos, que no son ni siquiera la mayoría, pero que ocupan espacios públicos, escritorios públicos, y que de tanto obtener el privilegio de los medios en los que aparecen a raudales y por donde hablan con sus palabras huecas con las que construyen frases cajonudas, suelen distorsionar la idea genuina de lo que es un colombiano silvestre.
Estos últimos—los aguerridos ante una realidad que suele serles hostil— estos últimos aparecen menos, aparecen nunca, aparecen solo cuando algún reportero extraviado está buscando malos humores por la falta de transporte o cuando algún funcionario describe la indisposición colectiva como una manera inadmisible de irse por las vías de hecho. Aguerridos para sobreponerse a los quebrantos; combativos para andar descalzos el interminable camino de espinas; milagrosos para multiplicar los panes y optimistas sin motivo y también desesperanzados sin consuelo, estos colombianos están construidos de unos materiales que han aguantado usos y abusos gracias al Divino Niño y/o al Señor caído de Buga o, en su momento, a la niña de Piendamó.
Hablantinosos como aquellos que Mutis descubre con facilidad en el vientre de los aviones; lagartongos como los que te arreglarán la vaina; aguantadores como éstos del país marginal, en la Colombia variopinta, en la urbana instalada y en la profunda y trabajadora, sus habitantes son, somos, pretenciosos, humildes, fiesteros, deprimidos, utopistas, pesimistas, perezosos, transparentes, tramposos, laboriosos, rezanderos, descreídos, felices, atormentados, maliciosos, cándidos, amigueros, reticentes, disciplinados, caóticos, aventureros, sedentarios, sobrios y borrachitos, fanfarrones y austeros y medio pendejos y todo lo demás.
De todo eso —pero especialmente de todo lo demás— está hecho el modo de ser colombiano. De una ciclotimia como la que está descrita porque pasamos de tener fe a perderla en un instante; de la felicidad a la depresión en noventa minutos; de la esperanza a la desazón entre el último boletín de la Registraduría a los primeros cien días del gobierno de turno. Nos alegra montones que García Márquez sea lo que es, pero aguamos la fiesta cuando gana terreno el reproche de por qué no le ha dado una escuelita a Aracataca. Nos parecen maravillosas las esculturas de Botero, pero le ponemos el pero de que de pronto son demasiadas. Y así: somos capaces de explotarle un taco de dinamita a la grandeza de Shakira porque está apareciendo mucho y le aplicamos la consabida dosis de provincianismo al clavarle la estocada de por qué no tuvo a su hijo en Barranquilla, ajá. Pero, a la vez, somos ingenuos: nos venden como Oh gloria inmarcesible que un pintor colombiano exponga en cualquier galería en Bruselas; creemos que Rafael Puyana era el mejor clavicembalista del mundo cuando lo que era posible es que fuera el único clavicembalista del mundo, y le han construido un santuario a Juan Pablo Montoya a punta de titulares de prensa y de publicidad automovilística pagada.
Así somos. Y todo lo demás. Ante las ruinas que hemos hecho ponemos esa cara de yo no fui que dice Mafalda ponemos todos cuando estamos de vacaciones en la playa, y, para que quede a salvo nuestra inocencia ante la catástrofe, se ha impuesto la campaña de que los buenos somos más, todos incluidos, también los de Ralito. Y por esa presunción de inocencia autoproclamada y por no haber entendido que la única paz posible es la que se debe, se tiene, que lograr con el enemigo, es que los colombianos seguimos atados a la noria, repitiéndonos y repitiéndonos, porque así somos, quizás porque la mejor definición es la que está en un poema de Pedro Arturo Estrada que dice:
De olvido
no de barro somos