En conclusión, Napo.
Cuando se despertaba comenzaba a rugir el dragón que lo poseía. Rugía con palabras que maldecían el martes o el jueves o el día que fuera y que ya había echado a andar en aquella Bogotá bucólica de entonces y que nosotros habitamos con la avidez de quienes apenas pasábamos raspando los veinte años.
Cuando se levantaba se volvía un ciclón que ocupaba mucho más de aquella miniatura de apartamento que era un cuarto hechizo en un recodo clandestino de un parque que no existía: en la calle cuarenta y dos bajando de la carrera séptima a mano derecha al fondo.
Asediado por el tiempo, Napo se volvía un ventarrón de malas palabras contra el locutor de Radio Cordillera cuando anunciaba que Ya son las seis de la mañana y cuarenta minutos. ¿Cómo que YA son, guebón?, no me afanés, protestaba. Y seguía resoplando cuando entraba a la ducha, cuando salía de ella, cuando recurría al inhalador, cuando escogía la ropa, cuando batía un jugo instantáneo, cuando salía gruñendo por esa puerta rumbo a la carrera 13 donde se montaría en una buseta que lo llevaría a la oficina de Consumer donde ya había comenzado a ser, tal vez sin saberlo muy bien, Napoleón Franco.
Napo no era un dragón inabordable ni era un ciclón arrasador en aquellas mañanas indelebles. Todo él estaba revestido de una teatralidad muy jocosa y todo aquella disputa con el reloj no marques las horas era su pago a la invención que estaba haciendo de él mismo.
Napo llegaría a Consumer, discutiría la metodología de una encuesta con Oscar Lombana y tomaría decisiones sobre trabajo de campo con Jairo Lombana; sobre las desapacibles hojas de computador señalaría a lápiz números sobresalientes y haría anotaciones al margen para después escribir un informe. Al medio día acabaría una relatoría sobre trastornos del estado de ánimo para entregar en la Universidad en clase de dos; a las cuatro participaría en una reunión de estudiantes antes de volver a clase de cinco y a las siete, si había con qué, estaría en Catay desayunando-almorzando-comiendo un bistec a caballo, riéndose a carcajadas y contándole a amigos como yo las conclusiones del día porque qué berraco para sacar conclusiones.
Por lo que hacía, era entonces un contertulio original. Nadie hablaba de lo que hablaba Napo. ¿Por qué crees tú que en el Valle mezclan el vos con el tú? ¿Sabes en qué se diferencia de verdad un cartagenero de un barranquillero? ¿O es que crees que costeño es todo lo que de Caucasia para arriba? Napo todos los días hurgaba en el conocimiento de la colombianidad. Cada día sabía más de usos y costumbres de los colombianos y cada día crecía en el uso de la estadística y de la deducción. Una delicia era el resultado que arrojaba tanto esfuerzo que le significa ir tejiendo con cuidado y con paciencia los hilos que finalmente componen la nacionalidad.
Aquellos de entonces eran días largos que concluían en noches más largas aún y en madrugadas rápidas, y todo estaba sacralizado por la alegría y por la amistad que los muchachos de la época –como los muchachos de todas las épocas— teníamos con la fiesta: entonces éramos aficionados al Onix, probábamos El Platino, jugábamos bolos en el Bolívar, los sábados pasábamos la tarde en el Hobby Center de la 59 abajo. Y buscábamos el amor o como se llamara con ahínco, a veces incluso con desespero, menos Napo que entonces estaba quieto en base de la mano de la inolvidable Marta Navarro, aquella barranquillera atípica porque transmitía una dulce timidez y que vivía por la 53 con Caracas y con quien a veces íbamos a Los Arrieros que quedaba en Cajicá y comíamos helados San Jerónimo.
Todo eso hacíamos y de todo eso Napo le sacaba conclusiones. Porque qué berraco para sacar conclusiones.
Héctor Rincón