La Luciérnaga
Historias, mitos y leyendas
Por Héctor Rincón
A mí se me hace cuento que La Luciérnaga nació por el apagón de 1992, así los archivos y los historiadores no tengan dudas y los testimonios sean incontrovertibles y cada marzo se recuerde un año más del alumbramiento de este programa, cuya sintonía e influencia ha significado un punto de quiebre en la historia radial. A mí se me hace cuento.
Es cierto, sí, que por aquellas épocas Colombia padecía el castigo severo de su naturaleza prodigiosa y de su también prodigioso desorden institucional. La velocidad de los vientos alisios de Suramérica hacia el Asia había disminuido y la temperatura de las aguas superficiales del Pacífico tropical había aumentado, con un resultado devastador para los pescadores primero y para todos los colombianos después, como sucedió veinticinco veces durante el siglo xx: la llegada de “El Niño”, así le llaman, porque se manifiesta con vehemencia por los días de Navidad cuando comienzan a debilitarse los vientos y se alteran las lluvias y todo se seca. Hasta los ríos. Hasta las represas.
Eso pasaba en Colombia por entonces. A comienzos de 1992 —cuando el país tenía treinta y tres millones de habitantes según las cifras del Departamento Nacional de Estadística (Dane)—, el fenómeno climático redujo en un sesenta por ciento la altura de los embalses, y sonó la alarma. Que comenzaba un periodo de emergencia eléctrica, proclamaron, porque además de la sequía dictada de manera inapelable por la naturaleza, la Colombia de la improvisación también contribuía: la producción de energía térmica generada en la costa caribe estaba paralizada por huelgas y la hidroeléctrica de El Guavio, al noreste de Bogotá, de la que se venía hablando desde 1978, hacía catorce años, retrocedía en lugar de avanzar: en papeles costaría mil trescientos tres millones de dólares, pero los sobrecostos ya iban en seiscientos treinta y nueve millones de dólares más y solo las tierras por donde se extendería, en cinco años, se habían encarecido en un dos mil seiscientos cincuenta por ciento. Léanlo en números: 2650%.
Así que tras pregonar la emergencia eléctrica, el gobierno del presidente César Gaviria anunció apagón a partir del lunes 2 de marzo. Dos horitas por tres mesecitos, dijo el eufemismo gubernamental y solo para sectores residenciales y —eso sí— el apagón no llegaba a Barranquilla que gozaba del Carnaval y estaba en vísperas de la muerte de Joselito, ajá. Tres días después el gobierno, con cara de tragedia, dijo que el asunto era más grave y que aquella anormalidad podría ser por un año; el 14 de marzo la restricción se extendió a las zonas industriales; hubo apagones hasta de ocho horas en Bogotá; el primero de mayo de ese 1992 los relojes se adelantaron una hora y, hasta el 7 de febrero de 1993, cuando habían transcurrido casi once meses de la emergencia anunciada por tres mesecitos, Colombia regresó a vivir en el reloj biológico de sus costumbres cotidianas, después de haber padecido un cambio en su huso horario porque no estuvo a menos cinco sino a menos cuatro horas del meridiano de Greenwich.
Eso pasaba en la Colombia burocrática, en la Colombia caótica, en la Colombia tierra querida. También eso pasaba, pero merecía un enfoque distinto, en las oficinas de Caracol que quedaban entonces por los lados de Puente Aranda, en la zona industrial de Bogotá. Un edificio de cuatro pisos, decrépito e intrincado, que había sido sede de una industria editorial, albergaba las emisoras de la cadena, que siempre están hirviendo de actividad. Allí también era lunes y era dos de marzo de 1992.
Ricardo Alarcón, que ahora, en el 2012, como hace veinte años, es el presidente de Caracol, recuerda de dónde provenía su inquietud de aquella mañana que había comenzado más temprano. Provenía de una pensadera de todo el fin de semana porque se venía encima un apagón y la cadena radial tenía que ofrecer una respuesta a un acontecimiento inédito que iba a poner patasarriba las costumbres nacionales. Así de simple, pero así de tremendo. En una reunión social el viernes anterior en casa del director de noticias, Darío Arizmendi, una señora le había susurrado una opinión/pedido/sugerencia/idea que a Alarcón le flotó y le flotó en las horas siguientes: que fútbol no debía ser la oferta de Caracol para los oyentes que quedarían a merced de la radio en tiempos de un apagón que les privaría de luz para leer, de televisión para ver, de estufas para cocinar.
Así que lo que siguió fue un comité de urgencia para buscar respuestas a las preguntas ¿qué hacemos?, ¿quiénes?, ¿cómo lo hacemos?, todas esas preguntas sueltas y dejadas en el aire en una reunión convocada por Alarcón a la que llegaron Hernán Peláez, Darío Arizmendi, Enrique París, Marco Aurelio Álvarez, todos periodistas, productores o programadores, más Gustavo Pombo, asesor de Alarcón, y Jorge Roa, Mónica Cerniauskas y Eduardo Alexiades, director aquel y ejecutivos estos de la división publicitaria que Caracol mantenía dentro de su estructura interna. Todas esas preguntas —todas— sin respuestas, pero todas ellas bajo la certeza de que de ahí se saldría con una decisión que los oyentes empezarían a oír a las cinco de la tarde de ese mismo día.
La hipótesis, señores, es simple, dirían, dijeron, digo, como lo recuerda Ricardo Alarcón: crecerá el potencial de oyentes, deberá crecer la oferta temática para acompañar a la gente que ya no solo serán los fieles adictos a la Polémica en los deportes, que es lo que Caracol ha venido dando en los comienzos de las noches desde hace años. Variedad. Música-historia-geografía-poesía-noticas-deporte. Y humor y humor, propusieron, propusieron. Y así se fueron construyendo ideas de simples palabras sueltas, bocetos suficientes para que los buenos entendedores las comenzaran escenificar tras esa reunión en que parieron, quizás sin saberlo, uno de los éxitos radiales que más iluminaría la radio a partir de dentro de pocas horas.
El único mérito que me cabe —dice Alarcón desprovisto de ínfulas— es el de haber escogido a Hernán Peláez para que lo condujera. Y sigue contando que en aquella reunión, cuando el programa todavía no se llamaba nada, sus inquietudes ya no iban por los lados del contenido sino del manejo al aire. Y Peláez, que entonces era un activo comentarista deportivo, infaltable a cuanto campeonato hubiera, debía viajar esa tarde a algún partido olvidable de alguna Copa de antemano perdida.
¿Qué tan grave es que no vayas? —preguntó Alarcón provisto de argumentos—, y ante un interrogante con semejante carga de autoridad y de afirmación, lo que siguió fue la cancelación del viaje; algún suplente saltó a la cancha; Peláez amagó desconfianza porque se planteaba un panorama universal que lo sacaba de su habitual terreno de juego, pero el amague nadie se lo comió y de aquella reunión cada quien salió a ver qué se le iba ocurriendo en el camino de las horas que señalaban las cinco de la tarde como el punto de partida del espacio en borrador.
Lo de Alarcón hacia Peláez fue no solo la aplicación del conocimiento de la historia radial sino un golpe de intuición. Peláez había conducido por años a una jauría de comentaristas deportivos que se llamó la Polémica en los deportes. En esa brega se había santificado con paciencia y con tino porque logró darle un orden al caos de catorce soberbias con micrófono, apaciguarlas a veces, pero, también a veces, exacerbarles ánimos y rascarles pulgas, que es lo que de modo sutil contribuye a que Hernán Peláez sea el director y conductor ideal que es de un programa que tiene un método para aparecer como si fuera un desorden y está orientado por quien tiene talento para sacarle el diablo que tienen adentro sus colaboradores.
Mientras les revoloteaban las ideas a quienes irían al aire conducidos por Peláez y aún se debatían nombres de candidatos, y el reloj avanzaba hacia la hora cero del alumbramiento de quién sabe qué, los directivos tomaron el almuerzo en un restaurante mítico, La Barra de la 22, en el centro de Bogotá, para planear detalles, mientras publicistas y mercadotecnistas también exprimían neuronas para contribuir al lanzamiento de la propuesta. Fue Eduardo Alexiades a quien, en ese mientras tanto, le aterrizó la idea del nombre de La Luciérnaga. Flaco y largo, de pelo ensortijado y de gafas de marco grueso, Alexiades era por eso y por su trayectoria en muchas agencias de publicidad el típico creativo. Cuando le propusieron a Ricardo Alarcón el nombre de La Luciérnaga, no hubo más que discutir. No me diga más. Bingo. No fue necesario entrar en definiciones científicas —que se trata de un insecto coleóptero, Lampyris noctiluca, cuyas hembras carecen de alas, tienen el cuerpo blando y están dotadas de un órgano fosforescente—, no hubo necesidad de eso ni de contar que en algunas partes se le llama también candela, candelilla y gusano de luz. La fuerza del nombre, de la imagen que transmitía la sola mención de La Luciérnaga, no requería de más justificaciones porque era evidente que de él se desprendían palabras que le serían afines a lo que se pensaba y sería el programa en gestación: luminoso de lúcido, pero también luciferino de Lucifer.
Lo que siguió por ese camino, y de eso si no hay una memoria pues es pura dinámica radial, fue el hallazgo del sonido que identifica a La Luciérnaga (ese canto que el oyente asocia con algo que prende y apaga en el campo, que prende y apaga en el campo) y el acertado aviso de prensa que se publicó para darle la bienvenida al programa y que era una página en tinta negra y en su parte baja un insecto que iluminaba, como comenzó a iluminar ese día que, como está contado, era 2 de marzo de 1992 y era lunes.
En cambio lo que siguió para Eduardo Alexiades fue una especie de ostracismo voluntario. Jorge Roa, quien lo recuerda con buen sabor por su talante y creatividad, ubica su brújula hacia Santa Marta en donde poco después del jonrón del nombre de La Luciérnaga montó una pizzería y tal vez sus inclinaciones intelectuales y antropológicas lo condujeron a inspirar una publicación sobre una de las etnias que habitan la Sierra Nevada. Nada más. Y su muerte, la de Alexiades, de la que se supo sin detalles.
Ese debut no fue un buen programa, pero fue. Como lo cuenta Gustavo Pérez Ángel en el libro La radio del tercer milenio: Caracol 50 años, la primera emisión de La Luciérnaga dio consejos de cómo regresar a las casas en medio del caos del apagón que dejaba sin semáforos las ciudades. Y cómo preparar alimentos en la emergencia. Además, desde luego, de lo que se había planeado: algunas noticias, música, datos de geografía, de historia, poesía, uno que otro chiste, variedades como quien dice. No fue un buen programa, pero fue, y eso era más importante que si lo hubiera sido porque marcó el comienzo irreversible y marcó que a partir de esa nada todo lo que se creara sería ganancia.
De a pocos Hernán Peláez fue despojándose del miedo escénico a la universalidad. Para aquel paso del doctor Peláez del fútbol al doctor Peláez de un programa generalista le empezó a bastar su reconocido olfato de radiodifusor y su carisma al aire. Y su oído. Con esa dotación personal, Peláez empezó a construir el concepto de La Luciérnaga con el componente vital de la improvisación, pero con bastiones que empezó a sumar: humor-música-noticias. Y, dueño de buena memoria y de generosidad, Peláez recuerda ahora, veinte años de consagración después, que para fabricar aquel menú luciérnago tomó ingredientes de lo que hacía años antes Yamid Amat en Caracol, cuando transformaba el programa 6PM-9PM de los viernes en un revoltijo de noticias con mamadera de gallo.
A manera de inauguración de los fines de semana, Amat se metía a la cabina a joder. Y le ayudaban Juan Harvey Caicedo, quien para hablar como hablan los opitas se hacía llamar Serafín y cuando imitaba a un español le decían Juanetillo. Desde Caracol en Pereira salían las voces igualitas del futbolista Willington Ortíz y de los dirigentes deportivos Alfonso Senior y León Londoño, hechas por Guillermo Díaz Salamanca quien empezaba así a hacer su debut en sociedad desde aquel espacio aún marginal, y comenzaba también a oírse en la radio el trove-trove compañero porque Yamid Amat le ponía música maestro los viernes a ese espacio con Jorge Carrasquilla y Miguel Ángel Zuluaga desde Medellín.
Aquello no prosperó, pero arrojó ideas como las que Hernán Peláez recogió después para consolidar el contenido de La Luciérnaga, y sirvió también para surtir el inmenso anecdotario radial, compuesto por historias y leyendas. Una de ella —más historia que leyenda—cuenta que el desgarbo al que Yamid Amat llevaba los viernes a las noticias de Caracol no era del gusto de Julio Mario Santo Domingo, según decía Augusto López Valencia, quien era el presidente de cervecería Bavaria y a quien el lenguaje periodístico llamaba “el hombre fuerte del Grupo Santo Domingo”, propietario entonces de la Cadena Caracol. Que no le gustaba esa guachafita, que eso no era para una cadena tan seria como Caracol. Y Yamid que sí. Que ese espacio era un éxito. La manera de dirimir la discrepancia era la que imaginan: una encuesta y detrás de ella una apuesta. Ambas las ganó el periodista.
La Luciérnaga prosperó tanto que superó el tiempo efímero del apagón para el cual supuestamente fue creada. Pasó la emergencia eléctrica y los registros de audiencia se encargaron de consolidar el programa, que fue lo mejor que dejó el gobierno de César Gaviria, decía la frase cargada de tanta acidez que parecía hecha por los mismos de La Luciérnaga, quienes en pocos meses ya eran reconocidos no solo por la amenidad sino por el tono crítico que había alcanzado. Desde aquel arranque blanco, cándido incluso, el programa se había dejado crecer las uñas y había comenzado a rascar la actualidad social y política en lo que para muchos colombianos significaba la resurrección del humor en la radio y para otros el nacimiento de ese género.
En la historia de la radio colombiana, que comenzó en firme en agosto de 1923 (Caracol fue fundada en 1948), en esa historia, el humor no ha tenido numerosísimas pero sí buenas muestras. Hubo una época de humor de radioteatro cuando la radio era el centro de toda la actividad del entretenimiento en Colombia. Más no había. Ante la inexistencia de la televisión, o su palidez, la radio ofrecía los shows de, por ejemplo, Hebert Castro, un uruguayo, coloso del humorismo, que hizo historia; Los Chaparrines, Montecristo, La simpática escuelita que dirige doña Rita; Emeterio y Felipe, Los Tolimenses, hitos también de la radiodifusión, cuyos antepasados fueron Luis Enrique Osorio, El Manzanillo, y Carlos Campos, Campitos, un tolimense de Chaparral, creador de sainetes políticos de los años treinta del siglo xx, quien, entre otras, montó en teatros dos obras satírico-musicales que se llamaron Prohibido suicidarse en primavera y Las Luciérnagas.
Pero más cercano a todos estos, los ejemplos de caricaturas políticas en la radio colombiana fueron El Pereque, cuyo nombre ha sido reencauchado varias veces, La Tapa y El Corcho, en cuya realización estuvo Néstor Álvarez Segura y levantó ronchas Humberto Martínez Salcedo, crítico durísimo del establecimiento todo, que lanzaba mandobles a través de Manolo Corcho, el portero de El Corcho, y después siguió lanzando dardos proletarios desde la trinchera que abrió en televisión haciendo de maestro Salustiano Tapias.
Todo eso pasó. Una herencia humorística asumida pero alargada al multiformato por La Luciérnaga porque su oferta temática fue diversificada. No solo crítica política, sino social. No solo chistes ácidos, sino bobos. No solo humor, sino noticia. No solo humor y noticias, sino música. Y así, y así, y así, una mezcla de ingredientes y de sustancias, hasta ir consolidando un programa tan diverso que superó la expectativa del simple magazín e invadió todos los géneros radiales en serio o en broma. Y en serio y en broma.
Hernán Peláez, ya se sabe, es ingeniero químico. Al menos eso estudió y a eso se le responsabiliza de que en la radio colombiana le digan doctor. El primero de los doctores en una actividad, la radial, que después se fue llenando de ellos en un país de doctores, bien cuidadito, doctor. Pero, además, creo ahora, el doctor Peláez no estudió gratuitamente química y de alguna forma la vinculó a la radio porque ha sabido emplearla en mezclar esas sustancias, esos ingredientes, que son los que hacen de La Luciérnaga diversa en contenido y en la calidad y virtudes de quienes la han hecho y quienes la hacen. Uno más, quizás, de los talentos que se le reconocen a Peláez, el primero de los cuales es el oído para darle un ritmo de vértigo a los programas que conduce, a través de asumir en el micrófono las veces de número diez en una cancha de fútbol. Tal vez nostalgia del centrocampista que pudo haber sido, pero con certeza un triunfo del radiodifusor que es, porque Peláez es el buen y veloz volante de creación que pide el balón (la palabra) y lo entrega rapidito (el balón) a quien mejor cree que la puede usar (la palabra) para que todo fluya más rápido y más claro (el programa).
—Yo no se jugar póquer, pero sé repartir las cartas —se ha definido Peláez cuando se le advierte de esa cualidad, para lo cual ha llevado a su juego a un grupo a la hora de las cuentas no tan amplio de colaboradores si se considera que La Luciérnaga está cumpliendo veinte años, que el promedio de duración en toda esta vida ha sido de cuatro horas-día, que es el único programa de la radiodifusión colombiana que se hace los días feriados porque sí, o, mejor, porque el director es un gomoso y un altruista que juzga la radio como un servicio público que debe prestarse siempre, y, además, que es un espacio hecho totalmente en casa: no usa entrevistas con personajes reales que devoran minutos ni abre micrófonos a oyentes auténticos que llaman para participar en el programa y saludar a la mesa de trabajo, que es como han resuelto llamar a los grupos de trabajo, lo que es un atractivo e ineludible blanco de burlas para los de La Luciérnaga que golpean la mesa, dicen “Oiga, que le mandan saludes” y sueltan una risotada.
Para repartir cartas, estaba diciendo, Hernán Peláez ha integrado planteles variados y complementarios, también estaba diciendo. En esos primeros tiempos en el grupo se mantuvo Juan Harvey Caicedo, con los personajes imaginarios que había inaugurado en épocas de Yamid Amat; Alirio Parra, quien imitaba voces, entre ellas la de Andrés Pastrana; se integró Edgar Artunduaga para asumir la parte de realidad noticiosa y mezclarla con la fantasía para la que llegó Guillermo Díaz Salamanca, cuyas imitaciones ya habían tomado vuelo y él mismo estaba dejando atrás su pretensión de ser un narrador de fútbol, que era su objetivo en la radiodifusión. Un narrador del montón, se definió en alguna entrevista, pero ese roce con el fútbol le nutrió de lenguaje y de voces populares que lo acercaron mucho a los oyentes, a través de la imitación de algunos de los personajes del deporte y de El Mecánico, un lagarto antológico, que solía aparecer en la emisión de los viernes, emparrandado y sobachaquetas, para pedir entradas para el partido del domingo.
Superado el nerviosismo inicial, entonces el formato comenzó a madurar para lo cual el país de todos los días ayudó mucho en aquellos primeros tiempos. El apagón, por ejemplo, se convirtió en un sainete porque se alargaba en lugar de encogerse y se denunciaban irregularidades en lugar de responsabilizar del todo a la madre naturaleza; Pablo Escobar resolvió un día irse de la cárcel de La Catedral y todo el aparato judicial y político del país quedó en ridículo; la aplicación de la Constitución de 1991 trajo debajo de su brazo una acción, una palabra, que se convirtió en caricatura: la tutela y, además, la apertura económica empezó a cobrar víctimas. Materiales todos y muchos otros similares que se volvieron el menú para que La Luciérnaga se luciera en aquellos primeros largos meses que le sirvieron de consolidación y le dieron al programa el carácter de irreversible dentro de la programación de Caracol Radio.
Por los comentarios que suscitaba y la influencia que empezaba a tener y, desde luego, la publicidad que atraía, el programa fue una luz no digo en aquella oscuridad de la emergencia eléctrica, sino en el extravío que la industria radial vivía con las horas esquivas de los atardeceres. La radio vive al ritmo que le proporciona el ritmo de la vida del oyente. ¿Es decir? Es decir que la radio hablada, la informativa, en todo el mundo, tiene su hora pico en el despertar de la audiencia cuando, con la misma necesidad de un café o de un jugo de naranja, al reloj biológico del individuo le sobreviene el deseo de saber qué ha pasado o qué está pasando. Y está ahí, a las seis de la mañana, a merced de los medios noticiosos, el más versátil de todos los cuales es la radio porque le permite movilidad, bendito sea. Pero en la medida en que el día transcurre y las personas se ocupan, decrece la posibilidad de la audiencia y mucho más por las tardes/noches cuando la vida exige otras atenciones.
En esas estaba la Colombia radial. La radio hablada, insisto, porque la otra radio, la musical, que es la que más oyentes sumados tiene en el país, vive otros ritmos, a tantos ritmos como los que hay: salseros a toda hora, despechados siempre, tangueros noctámbulos, rancheros ni se diga y vallenatos y baladistas, ufff. La radio hablada tenía su alto pico de audiencia en la cumbre de las siete de la mañana y una caída, casi en picada libre, sin atenuantes después, hasta que llegó La Luciérnaga y mandó a parar. Un fenómeno. Para Ricardo Alarcón, quien ha estado en la industria por más de treinta años, solo dos espacios han logrado romper esa curva de la vida que es clave en la audiencia: La Luciérnaga en Colombia, y El Larguero, un programa de información y controversia deportiva que la Cadena Ser transmite en España de doce de la noche a una y media de la madrugada. A ninguno de los dos les ayuda el horario, y los dos han vencido esa atipicidad y han conseguido más audiencia que muchos de los programas a quienes los socorren las horas aptas para la vida radial.
En Colombia hay registros de medición de audiencia desde la mitad de los años ochenta. En 1998 se asumió una metodología que se llama Estudio General de Medios, que cubría diez y siete ciudades bajo encuestas en distintos periodos y con preguntas sobre qué emisora habías oído ayer, en el caso de la radio, pero, además, también consultaba sobre los restantes medios de comunicación. En el 2008, se creó un nuevo sistema de medición de audiencia llamado Ecar (Estudio Continuo de Audiencia de Radio), aceptado y pagado por Caracol, rcn y Olímpica en la mitad de su costo, y la otra mitad por las centrales de medios a través de la Unión Colombiana de Empresas Publicitarias. Las encuestas son telefónicas, todos los días, en diez y ocho ciudades, entre mayores de doce años de todos los estratos, y a sus resultados, que se conocen cuatro veces al año, se le monta una auditoría contratada entre todos para que haga seguimiento y para que la credibilidad sea total.
Todo eso se hace. Y al hacer todo eso, La Luciérnaga desde hace muchos estudios es campeona. Por números apabullantes sobre sus contrincantes que no han pelechado a pesar de intentos numerosos y costosos y rimbombantes, pero incluso por encima de programas que deberían ganarle por aquella teoría de las horas pico y de las horas valle que ya conté. El último estudio que se conocía al escribir esta historia recogía el resultado de la encuesta hecha entre marzo y junio del año 2012. Los números decían que entre las cuatro de la tarde y las siete de la noche de cada cien de todos los radios, de todos, los que sintonizaban emisoras habladas y los que oían música electrónica o Los Diablitos del Vallenato, de todos, catorce estaban sintonizando La Luciérnaga, cuyos oyentes sumaban ochocientos diez y seis mil (816 mil). Un treinta y tres por ciento más de oyentes (33%) que la cadena musical más oída que es Olímpica. Y comparada con su competencia hablada más frontal, un abismo: 816 mil La Luciérnaga, 108 mil rcn. Esos últimos datos ratifican lo dicho: le gana, incluso, a espacios socorridos por las costumbres cotidianas de oír radio: el programa de las noticias de la mañana de rcn tiene 399 mil oyentes, menos de la mitad de los que tiene La Luciérnaga a las horas en las que el país no debería estar oyendo radio.
Las preguntas sobre audiencia radial no incluyen a las gentes de las selvas colombianas, como saluda Hernán Peláez todas las tardes al comenzar el programa. Y tampoco directamente a los taxistas, que son interrogados como escuetos ciudadanos si están en sus casas no en sus vehículos. Esa Colombia no está censada. Pero de aquella Colombia de cordilleras han llegado voces de continuo que reportan audiencia, muchas veces en condiciones dramáticas, como las muchas veces en las cuales algunos recién liberados de secuestros oprobiosos han rendido testimonio de gratitud por el acompañamiento que les brindó La Luciérnaga en aquellos días negros. Cuando consiguió la libertad, Alan Jara, a quien las Farc secuestraron por casi ocho años desde julio del 2001, mandó un saludo a todo el equipo de La Luciérnaga y contó que “no me van a creer pero en el cautiverio un pollito nos nació tuerto y, obvio, le pusimos ʻFideʼ”, en referencia al malhablado personaje tolimense de Pedro González, de quien nunca se ha sabido con exactitud cómo fue que perdió el ojo.
Ese, el testimonio de audiencia radial de Alan Jara, para no mencionar sino uno de tantos otros dados por personajes políticos que han estado secuestrados, fue en febrero del 2009, pero más dramático y menos sonoro fue el de un comerciante de Cunday, en el Tolima. Julio Ochoa su nombre. Él, entonces, en abril de 1994, había sufrido ya dos secuestros. Pero en su familia llevaban cinco. Uno de ellos el de su papá, con quien coincidió en el cambuche al cual fueron llevados. El 7 de abril de ese 1994, los separaron en medio de quejas y llantos y él no volvió a saber nada de su papá hasta cinco penosos días después cuando descansó: estaba en el monte, en sintonía de La Luciérnaga y contaron que a su papá lo habían soltado.
Ojalá no se ahoguen en tecnicismos del mercadeo, ojalá, porque es clave decir lo siguiente que sirve para entender la dimensión del fenómeno de audiencia de La Luciérnaga. Claudia Velasco, quien es la intérprete principal de las estadísticas de audiencia desde su cargo de Directora de Mercadeo de Caracol Radio, ha construido una teoría, la teoría de la transversalidad, que consiste en atribuirle al programa la virtud de haberle dado a la cadena radial un oxígeno más democrático. La popularizó y la rejuveneció —es lo que dice Claudia Velasco—, al bajarle un punto al estrato al que Caracol se dirigía. Bien. Y eso amplió el núcleo de los oyentes y alejó a Caracol aun más de sus competidores.
Por esa amplitud democrática de la que habla la teoría de la transversalidad, y por haber conseguido esa nueva ancla en un espacio tan inusual como el del atardecer, Caracol ha podido seguir creando alternativas en la noche en horarios radiales imposibilitados por la abrumadora competencia televisiva. Con semejante arrastre de oyentes llevados por La Luciérnaga, el camino se abrió para Hora 20, un programa de debate que entró ganando por eso y porque acertó en la escogencia de temas políticos surgidos en el momento más irritante del gobierno nacional.
Del humor, infalible para convocar atención con buenas intenciones, se desprende la caricatura cuando se le aplica la mala intención. Y eso, encubierto con el nombre de irreverencia, ha servido en La Luciérnaga para popularizar la audiencia de Caracol y, por ahí derecho, para rejuvenecerla. Ese ingrediente ha sido uno de los básicos, sin que se pueda decir “el más”, porque el programa es un cuidado equilibrio, alquímico, de componentes. Y sin que se puede hablar “del” humor, porque hay variados humores, de calibres distintos. En apoyo de la actualidad, por ejemplo, acuden las imitaciones coyunturales, las urgentes, que cubren la necesidad de parodiar a quien de la noche a la mañana llega a ocupar puestos en la primera página. Hay un humor que llamaré sociológico, que es el que caracteriza el modo de ser de una región y otro, pariente de este, que describe la manera de ser de una persona que se vuelve prototípica de la corrupción, por ejemplo, como el Cura Hoyos, también por ejemplo. Está el humor de la bobada más boba, del chiste más flojo, que también brilla porque sale a bailar en medio de la pachanga lúcida. Y el otro —el que no es chiste ni es nada— sino mero apunte, el interruptor, que se suelta así como se sueltan los apuntes y que en La Luciérnaga se permiten cada instante porque el programa tiene otra condición que le diferencia: no es aséptico, sino que está llenito de borrones, de imperfecciones, de ruidos, muchos de ellos incluso deliberados que le dan más veracidad.
Para todos esos humores se han requerido talentos. Por el programa pasaron y siguen pasando humoristas complejos y humoristas simples; elaboradores de personajes y virtuosos imitadores del momento, muchos muchos muchos, que le han permitido a Colombia reír y asombrarse y confundirse, incluso, al no saber quién es quien. Con los imitadores, estoy diciendo. No es una casualidad, creo, que la Corte Constitucional, en el año 2000, hubiera recordado el artículo 10 de la ley 754 de 1966, que pone límites a la imitación de voces para evitar que haya imitaciones sin imitadores humorísticos, porque eso revelaría una intención dañina de confundir. La Corte dejó en claro, eso sí, gracias te damos, que puede haber imitaciones si se hacen con humor para burlarse de la actualidad.
Así que unos momentos para hablar de los imitadores. De las imitaciones. Tal vez solo algunos de estos personajes sepan el proceso de las virtudes que les permite hablar como otros. Tiempo no han tenido para escudriñar las tecnologías del habla y entender cómo les funciona la curva del tono y el flujo antirresonante y el polo nasal. Menos para el tracto vocal y la onda glotal. Tiempo han tenido estos personajes para oír cómo hablan los protagonistas de la vida nacional, pillarse su tono y sus cadencias y sus manías, porque para ser imitador más que unas versátiles cuerdas vocales, lo que se necesita es oído. Mucho y muy fino oído para copiarle el quiebre y listo. Y listo. Personaje listo para salir al aire a las cuatro de la tarde.
Así funciona esto, sin más churumbeles. Así han funcionado los cincuenta y seis personajes que imitaba Guillermo Díaz Salamanca hasta cuando dejó de contarlos a su retiro de La Luciérnaga en el 2005 después de trece años de ser protagonista del programa. Gaviria, Samper, Uribe, Pastrana, Turbay, Belisario, El Mecánico, Seferino, El Baisano, Bolillo, Maturana, Asprilla, El Valluno, El Gomelo, Doña Maribucha, Rudolf Hommes, Miguel Ángel Bermúdez. Y etcétera, etcétera. Y no imitaciones de voces, que ya es gracia, sino de actitudes, porque en la imitación de todos estos personajes y en los que mencionaré, la gracia no está solo en haber tenido el oído afilado para memorizar cómo hablan sino el cerebro abierto para entender cómo piensan.
Como los personajes que imita Alexandra Montoya —y llegué a Alexandra Montoya—, la única mujer que ha pertenecido al elenco de humoristas del programa en todo este tiempo. Alexandra Montoya era una china bogotana que se abría paso a las dentelladas, provista de un espíritu que llamaré guerrero y en su equipaje vino con un talento y una simpatía como la que ella misma se atribuye ahora cuando imita a la política Dilian Francisca Toro. Cosa maravillosa, diría su María Emma. Estudiaba comunicación en la Universidad Externado de Colombia, trabajaba por temporadas vacacionales en almacenes para ayudarse y se había descubierto que servía para echar cuentos e imitar voces. Imitando a una boyacense se ganó un examen difícil en la Universidad y trabajando de disc-jockey en la emisora Candela entró a la radio y allí la pusieron dar muchas vueltas y dio muchas vueltas hasta que, a punto del mareo, llegó a puerto a Caracol a un puesto de nombre largo y distante: Analista de emisoras afiliadas. Era abril de 1995.
De aquel cargo de oficina al aire del micrófono no pasó mucho tiempo. Entre Hernán Peláez y Díaz Salamanca la sentaron en La Luciérnaga, en donde se sintió con los dos pies adentro el día que logró que le aceptaran hablar como Paola Turbay, su imitación estrella pero hasta ese momento casi anónima. Un éxito. Y siguió. Noemí, Marta Lucía Ramírez, Lina Moreno, Ingrid Betancur, dos-tres tipos de españolas, una chilena, una mexicana, Florence Thomas, la santandereana, dos paisas, la negrita del Pacífico, y otras y otras, como Natalia París, con quien ha vivido tensiones y momentos risueños: la modelo le confesó que alguna vez ella, la Natalia real, le pidió a un taxista que la llevara a alguna parte y el taxista creyó haber reconocido por la voz a uno de sus personajes más habituales: —¡Usted es la de La Luciérnaga! —le dijo a la propia Natalia París aturdida.
Cuentos así, muchos. De Díaz Salamanca, de Alexandra Montoya. Y de Pedro González, a quien le dicen Don Jediondo, nacido en Sutamarchán, que si digo que es un pueblo de Boyacá caigo en redundancia. Pedro González ayudaba a la familia vendiendo panes. Gritaba ¡panes! O ¡mogollas!, o quién sabe qué improperios gritaba Pedro González, incapaz de reprimir la bocota sucia en aquellos tiempos en que hacía con Uriel Francisco, su hermano mellizo, un programa en La voz popular de Sutamarchán, ni ahora cuando su personaje y su humor le han encaramado en la popularidad. Hizo muchas cosas para terminar el bachillerato y después estudiar periodismo y venció la timidez (dizque la timidez) para acercarse alguna vez a Alberto Piedrahita Pacheco en la calle y pedirle que le dejara trabajar en uno de sus espacios deportivos. Así comenzó en la radio este buen lector, buen empresario, buen esposo, dicen que buena persona y magnífico agente del desorden: al aire, en La Luciérnaga, no respeta nada ni a nadie y es, sin duda, quien más se burla de sus compañeros dejando palabras inconclusas que complementa entre dientes y entre risitas. Eso hace este alborotador de paciencias. Eso y al Pecoso Castro, y Roy Barreras, Héctor Elí Rojas, Felipe Zuleta, Gabriel Muñoz López, Julio Sánchez Cristo, Néstor Morales, María Mercedes Cuéllar y el Profesor Sutatán. Y, vaya-vaya-vaya, tantos más.
Polilla, que se llama Nelson Polanía, es un alma bendita si se le mide con la turbulencia de Pedro González. Calmo. No es que no se sienta, que se siente, sino que no produce movimientos telúricos por donde va pasando. Polilla es bogotano, estudió idiomas y literatura y también estudió al Topo Gigio y a Bugs Bunny, porque de ellos hizo sus primeras imitaciones. Perfectas. En escena ya había tenido alguna experiencia teatral en épocas de colegio, así que cuando se inscribió en un concurso de cuenta chistes en el programa Sábados Felices lo hizo bien y ganó en 1996. Campeón. Tan natural. Tan natural como ir a La Luciérnaga, a donde llegó por el atajo de La hora del mecánico, un programa que Guillermo Díaz Salamanca hacía en Radio Recuerdos, de la misma Caracol, en el cual Polilla ya ensayaba su Jaime Bayly, que perfeccionaría en La Luciérnaga junto al Cura Hoyos, dos de los personajes que sigue imitando y a los que suma Andrea Echeverry, Pacho Santos, Fernando Vallejo, Gustavo Petro, César Gaviria, Moreno de Caro y otros más que suelen concurrir al aire de La Murciélaga, como dice Charly García, otro de sus figurines.
Los cuentos malos, los cuentos-hueso, antes de que en el programa se volvieran una epidemia, tuvieron su origen en Juan Ricardo Lozano, quien llegó con el nombre de Alerta. Y contaba chistes tan malos que Hernán Pelaéz, de verdad y en serio, le dijo una tarde que estaba grave el asunto, que ni siquiera los operadores se reían, que eran unos huesos. Nació así El Cuentahuesos, que es Lozano, abogado además, personaje del mundo humorístico colombiano, quien ha logrado la proeza insólita de rentabilizar la reconocida mediocridad de sus chistes. Mientras más malos, mejor le va. Y en La Luciérnaga, demás de descalabrar oyentes con sus huesos, Lozano también hace de mensajero bisoño, imita a llaneros y vallenatos, y tuvo que sepultar, por marcha final de su materia prima, la voz de Fanny Mikey.
Quien oye al aire a uno de esos generales todos enérgicos o a ese Vargas Lleras energúmeno, no sabe que detrás está Daza, Fabio Daza, uno de los primeros en llegar al elenco de imitadores y que es pequeñito y silencioso; bogotano y bien educado. Es pequeñito y discreto, salvo cuando estalla en las carcajadas de Alfonso Gómez Méndez, cuando habla con la vehemencia del abogado vallenato Evelio Daza o cuando desliza los ajos que le suelen salir en la imitación que hace del Bolillo Gómez, otra de sus voces urticantes, que nada tiene que ver con las palabras piadosas de Kiko Barrios ni con el hacerse el bobo de Andrés Uriel Gallego o de Andrés Felipe Arias, por otros ejemplos de Fabio Daza, de ¡Daza!
En La Luciérnaga no todo ha sido risa, desde luego que no. Se han padecido oscuridades, dos especialmente, que contaré más tarde si me esperan. De una de ellas irrumpieron (tal su fuerza) cuatro nuevos imitadores que han refrescado aun más el programa en los últimos seis años, desde el amanecer del 2006. Empezaré por contar de Oscar Monsalve, Risaloca, con quien la radioinunda cada tarde, como masculla Pedro González para decir arraninmunda, con todo cariño y respeto, eso sí. Risaloca, el de la risa descontrolada, el de prácticamente, es, básicamente, el de la risa descontrolada, el de prácticamente, el hincha del Medellín. Cuenta chistes, canta, cobra los córners, los cabecea e imita, entre otros, a Diomedes, a Alonso Salazar, a Juanes, Carlos Vives, Juan Gabriel, José María Aznar, Luis Carlos Restrepo, Asprilla, Martín de Francisco, Juan José Peláez, narra los partidos como el paisita Múnera Eastman y el corazón le ha resistido.
De una de esas crisis del programa —la del 2005—, aparecieron, algunos dicen que aún con musgo en las orejas, tres muchachos que venían del profundo bosque antioqueño. El Grupo Revolcón. Marco Aurelio Álvarez, Corozo; Gonzalo Álvarez, simplemente Chalo, sin alias, y un tercero de nombre Yendinson Ned Flórez a quien sin necesitarlo, sin embargo, le incorporaron apodo: Loquillo. Además de cantar y de trovar y de componer las parodias junto con sus compinches revolcosos, Loquillo va al micrófono y es el Oyente malencarado que llama a joder; la Karina que insulta porque ya no se llama Karina; el Lentuardo que pregunta si está al aire, doctor; Sebas, el gomelo indolente e insolente, y otros más, como el ahora difunto soldado Domínguez a quien tanto le cambió la vida.
Y de otras emisoras de la Cadena Caracol, como unos talentos que estaban agazapados esperando una señita, se han sumado al ya infinito universo de imitaciones de La Luciérnaga dos voces más. Álvaro Gómez Zafra, locutor de la cadena básica, hace, entre otros, el remedo de Fernando Londoño con toda su prosopopeya y de Néstor Pékerman con sus monosílabas tan roncas que hay quienes han visto reír hasta al mismo solemne director técnico. Y Andrés Sánchez, un lanzadiscos de una de las emisoras de Caracol en Medellín, es quien hace la copia fiel del coqueteo de Leonel Álvarez con Alexandra Montoya y chicanea como Sergio Fajardo y se le corta la llamada como a Murcia.
Acabo de decir que Pékerman ríe con su imitación y que es difícil que Pékerman ría con algo. Conté el episodio de Natalia París, de la propia, a quien un taxista confundió con la de La Luciérnaga. Quizás le parecía mejor la de la radio. Quizás. Y en fin. Los personajes que son remedados en la Luciérnaga, en su mayoría, suelen celebrarlo en la intimidad, así en público refunfuñen o finjan indiferencia, porque sienten que su popularidad ha crecido con ese bautizo así sea de fuego. Adentro del programa se sabe del caso de Hernán Darío Gómez, quien se puso bravo, en serio, por una declaración que estaba dando Leonel Álvarez en el programa, al creer que era de verdad. Y se conoce también que Luis Carlos Restrepo, cuando era Comisionado de Paz, prohibió a sus choferes y escoltas oír La Luciérnaga por la ridiculización a que lo sometían. Paola Turbay, tan desparpajada, cogió de la mano a Alexandra Montoya en alguna ocasión en Cartagena para que la imitara en frente de algunas de sus compañeras de reinado porque pensaba, Paola, que la imitación, de Alexandra, no era tan perfecta como decían. Sus amigas (Paula Andrea Betancur, Carolina Gómez), en cambio, creían que era perfecta. Carcajadas incontenibles. Han sido más que cientos, puede que miles, las veces en las que Díaz Salamanca ha imitado a los políticos delante de los políticos y los políticos han quedado felices por la carga de probables votos que eso les suma. A quien era ministro del interior en el gobierno de Uribe, Carlos Holguín Sardi, La Luciérnaga se la montó por su tendencia a la duermevela en público, tanto que sus intervenciones las anunciaban con el estribillo de la canción de Piero De vez en cuando viene bien dormir/viene bien y, ya siendo precandidato conservador a la presidencia, el vallecaucano consideró que aquello fue más en su beneficio que perjudicial porque la gente lo percibió como un ser tranquilo, conciliador, antes que camorrista.
Y así. Los reflejos de las imitaciones en los imitados son variados y las anécdotas han fluido a cántaros, y el lenguaje de algunos de los personajes se ha convertido en ejemplo, malo o bueno, pero en ejemplo. Es el caso de la venezolana Alicia Machado, con su vocabulario disparatado, a quien se le escuchaciona de vez en cuando en el remedo que de ella hace Alexandra Montoya. En julio del 2008, Lisandro Duque, columnista de El Espectador, tomó esa tendencia a machaconear el idioma para clavarle dardos a un comandante de policía que dijo algo así como que “se desprende, por lo hallado, en las bases campamentarias, que había un relacionamiento estructural entre el gobierno ecuatoriano y el hoy neutralizado Raúl Reyes. (…) Debió copiasionarlo (el léxico) del personaje de Alicia Machado en La Luciérnaga y me produccionó mucha risa”, concluía el columnista.
Al principio de los tiempos, todo era intuición. La Luciérnaga se bastaba con la experiencia de quienes la hacían, Peláez el primero entre ellos, y con ese prurito de la improvisación como madre de todas las mejores ideas de la radiodifusión. Dos o tres datos a mano alzada, un par de apuntes y dele al aire que ya veremos. Y así salía. Y salía bien. Pero el programa mismo comenzó a pedir que se le diera estructura porque llegaron comerciales, secciones, tiempos más estrechos, obligaciones normales del éxito.
Por la misma época que el programa se estrenaba, que el apagón Gaviria se implantaba, llegaba en bus a Bogotá Jairo Chaparro, bachiller ansioso, que había sido alumno del kínder gomelo de Duitama, bilingüe y con ruta escolar, quien después de algunas vueltas había estudiado un semestre en la Universidad Tecnológica, pero que, contra viento y marea, quería un puesto en la facultad de sociología de la Universidad Nacional. El viento y la marea era su propio papá, quien le recomendó que esos doce mil pesos de la matrícula universitaria le quedarían mejor invertidos si se compraba un pantalón.
Chaparro, seis años después de aquella llegada a Bogotá, de no comprarse el pantalón, de conseguir ser sociólogo y también de graduarse en periodismo, comenzó a trabajar en La Luciérnaga. Llegó allí porque en el colegio escribía discursos y después vendía cartas de amor y, en la búsqueda de caminos para expresarse en la universidad y para mantenerse en la vida, dejó inconclusa una novela cuando se le abrió una puerta en la programadora de televisión Cempro. Allí, de la mano de Juana Uribe, su institutriz, fue aprendiendo de guiones y de libretos, que fue a lo que llegó a La Luciérnaga en marzo de 1998. Desde entonces.
Con la llegada de Chaparro, de Chapas, de Chiapas, el programa instituyó al menos una guía de su contenido, porque no existe un libreto en el sentido literal del término. No se lee allí línea por línea y las palabras no se vo-ca-li-zan. Por eso el programa resulta suelto y verosímil. Vuelvo a decirlo: La Luciérnaga lucha contra esa radio aséptica que le quita verosimilitud a la radio misma. Así que lo que hace Chaparro es un guión, eso sí provisto de tics oportunos, de lo oído entrelíneas en la calle o en los medios, bajados al lenguaje de todos los días porque para eso este personaje ha vivido atado a la realidad del país de todos los días, del país común y silvestre.
El camino de llegada de Gabriel de las Casas a La Luciérnaga fue otro, aunque de similitud tiene el haber hecho escalas y buscado atajos hasta encontrar el postigo que se lo permitiera. De las Casas se había graduado en comunicación en la Universidad Javeriana de Bogotá y había llegado al área deportiva de Caracol a hacer prácticas, que significa hacer lo que lo pongan a hacer. Cubrir partidos de ajedrez, sí. O de ping-pong, sí. Eso hacía y también poner discos en Radioactiva, donde incursionaba en la información de la farándula.
En esas estaba y era 1993 cuando Hernán Peláez lo invitó a que todos los días, a las siete, pusiera en La Luciérnaga alguna de esa música que él ponía en Radioactiva y presentara a alguno de esos cantantes o grupos. —La intención de Peláez era clara —recuerda y reconoce De las Casas—: tener algún material del cuál hacer bromas a esa hora, cuando comenzaba la última hora del programa.
Eso hizo y eso hizo bien, pero después de una fuga fugaz por Radio Super, ya más hecho y con un perfil más definido ante el propio Hernán Peláez, regresó a Caracol, directo a La Luciérnaga y directo a ser este personaje multiuso que sirve para las siguientes cosas, dos puntos aparte:
De las Casas reemplaza a Peláez cuando el doctor se va de viaje o cuando alguna contrariedad le impide cumplir la cita con su razón de existir que es la radio; De las Casas es el interlocutor de muchos de los personajes a quienes se imitan en el programa para extraerles de adentro groserías e impedir que se agoten como sucede con el Pacho Santos, para no citar sino un ejemplo, aunque cómo no citar también al Compadre Fide y cómo no a Jaime Bayly, quien juega a la mariconería con De las Casas; De las Casas sirve para chutar un dato que le llegó por el teléfono, para precisar una estadística que se buscó en Internet; para aclarar un impase con el área de publicidad; para recibir una visita que pasó a saludar; para organizar las giras que el programa suele hacer, solía hacer, hará, a algunas ciudades; De las Casas sirve para planear y ejecutar la producción del programa en Semana Santa; para rezar la novela de aguinaldos si hay que rezarla y para cantar las preguntas si es que a ese destemple se le puede decir cantar, que eso lo hace feliz y convencido, porque De las Casas tiene bajo muy bajo el umbral del ridículo y hace rato aprendió a burlarse de él mismo. Y hay otra cosa que hace De las Casas, clave, inaudible para los oyentes: De las Casas acompaña a Peláez en la ronda por el octavo piso de las oficinas de Caracol entre las dos y las cuatro de la tarde: como un par de monjes desocupados van Peláez adelante y De las Casas atrás, de escritorio en escritorio, pasando revista y diciendo en voz alta qué tan bonita está esta; que tan guebón es este; nos parece que este habla mucho por teléfono; a esta como que la van a echar mañana; lo felicito… Para eso también sirve De las Casas.
La música. En preguntas musicales, como las llaman, incluidas dentro de ellas las de De las Casas como por no dejar, o en melodías sueltas y solas, la música. A los ingredientes de noticias y humor, se ha sumado siempre la música. O al revés. Porque así de importante ha sido. Hernán Peláez es, en el fondo —y no tan en el fondo si bien se le mira—, un bohemio de orilla de carretera con alma de tractomulero. A juzgar por sus gustos musicales y por la memoria que tiene de las letras de canciones no de ayer sino de antier, muchas cantinas pueblerinas debió conocer. Por eso no es gratuita la música que todos los días, desde el comienzo de su despertar, va en La Luciérnaga. Y para ello, Peláez se propuso recuperar para Caracol la discoteca que se había perdido por cuenta de los cambios tecnológicos y de programación de la emisora básica.
Cuando La Luciérnaga echó a volar, discos no había. Y conseguí —cuenta Peláez—que la encargada de presupuesto de Caracol, María del Socorro Valencia, me autorizara ciento cincuenta mil pesos mensuales para comprar música. Y en formar la colección, que ahora es de unos dos mil quinientos discos, le ayudaron Samuel Tobón, de almacenes La Música, y José López, un entusiasta espontáneo que le chutaba discos y datos desde Cuba o desde España. Total: tiene la lista de todos los cantantes o grupos que han pasado por La Luciérnaga, con unas treinta mil canciones, nunca dejadas oír enteras porque la idea es que los oyentes queden con ganas.
—Con la muertoteca —se ríe Peláez—, lo que se logra es homenajear a esos cantantes y mostrarlos a las generaciones actuales —pero también se consiguen sobresaltos como el ocurrido cuando, alguna vez, recibió una llamada de Fabio Echeverri Correa, quien era consejero del entonces presidente Álvaro Uribe. Peláez pensó que oiría un reproche, uno más de tantos, y lo que oyó fue una pregunta: que dónde había conseguido la versión de Panamá Me Tombé, de Daniel Santos, que esa tarde había puesto en el programa.
A la música puesta así, siempre al comienzo de cada tramo y explicada de manera pedagógica y sin repeticiones, hasta donde es posible porque Peláez lleva una lista de lo que ha presentado en todos estos años, a esa música, siempre le ha hecho compañía el sonsonete de los troveros. Que ya no lo son tanto, troveros, digo, porque ahora son músicos más elaborados, con canciones que adaptan a procesos noticiosos de actualidad y no aquel estereotipo del chirringuis-chinguis. Saulo García y Germán Carvajal, Gelatina y Minisicuí, así se les conoce en el mundo de las trovas, fueron Los Marinillos, dueto fundacional de los músicos que acompañaban La Luciérnaga. Cuando se disolvieron, se gestó Griots, a través de Germán Carvajal. Después apareció el grupo Salpicón, con Diego López, Elkin Rueda y un personajón llamado Argemiro Jaramillo, contador de historias sin fin y cantador exitoso de despechos. Y ahora, en estas épocas de los veinte años de La Luciérnaga, está el grupo Revolcón, entre cuyos integrantes ya dije, está Yendinson Ned. Yendinson Ned. Nada.
A toda esa música que ha sonado, no como complemento sino como parte clave del programa, se le han sumado secciones fijas como la de Gabriel Muñoz López cuya condición también es que huela a nochero de finca. A tute de tía-abuela. Y las de salsa y otros ritmos contemporáneos que durante años hizo Ley Martin desde Barranquilla y ahora hace Vicente Moros y que sirven, especialmente, para anunciar que es viernes y que La Luciérnaga y los de La Luciérnaga van a dejar de rascar pulgas por dos días.
Tan dado a ello —tan hecha su esencia para levantar ampollas—, el programa ha tenido menos contratiempos que los que supondría su insolencia. Tal vez porque la opinión poderosa, la del establecimiento, supo desde temprano que La Luciérnaga no sería objeto de extorsiones y que a su independencia le habían puesto un escudo antimisiles que se llamaba Hernán Peláez, cuyo desdén por presidentes y ministros y todos los demás lo ponían a salvo de llamaditas de reconvención, de palmaditas en la espalda.
Si eso no había quedado claro, quedó claro con el episodio Artunduaga, que fue una, la primera, de las crisis afrontadas por La Luciérnaga en sus veinte primeros años de los que he venido hablando. Mes: mayo. Año: 2001. Resulta que el periodista, que también había participado en el programa 6AM bajo el mando de Darío Arizmendi, incomodaba al gobierno con sus noticias. O con sus palabras. Y se estaba viviendo en las instancias de la Superintendencia de Industria y Comercio una ardua lucha legal para que al grupo Santo Domingo, propietario de Caracol y también de Avianca, se le permitiera la fusión de esta aerolínea con Aces. Y se la negaron reiteradamente. Esa negativa se ató a la incomodidad que podía estar ocasionando Artunduaga al despacho presidencial, y la sospecha se amplió cuando Caracol decidió ofrecerle al periodista que se fuera a trabajar a España y cuando se supo que a Artunduaga le estaba respirando en la nuca la Dian y el Ministerio de Comunicaciones por las cuentas de unas emisoras de las que el periodista era concesionario en el Huila. Un rollo. Un rollo largo, polémico, de cartas, de editoriales, de columnistas, de yo no fui, de yo jamás. Lo concreto es que el 3 de mayo del 2001, Día de la Libertad de Prensa, se confirmó la salida de Artunduaga del programa y ese mismo día, al aire, Hernán Peláez anunció su renuncia a la conducción y dirección de La Luciérnaga.
Fue un gesto no solo valorado por la solidaridad que llevaba, sino de advertencia de que ante cualquier intervención de cualquier poder sobre el programa, el director estaba dispuesto a la denuncia llevada al extremo de la dejación de su cargo para dejar en evidencia la presión. Peláez se fue. Regresó al mundo de su fútbol como comentarista y cuando el gobierno de Pastrana concluyó, en la tarde del 7 de agosto del 2002, retomó el mando. Eso pasó. Durante esa ausencia, que diría simbólica, que llamaría alegórica, a Peláez lo remplazó en la dirección Díaz Salamanca y en la conducción Gabriel De las Casas; y Jairo Pulgarín entró al campo de las noticias. A ese asiento informativo, siempre valorado por la necesidad de los oyentes de saber bien y seriamente las noticias, llegaría después Antonio José Caballero con su reportería aguerrida; lo ocuparía Camilo Durán Casas con respetabilidad y señorío inolvidables; pasó por ahí Hernán Estupiñán; tuve el honor y la responsabilidad yo mismo, Héctor Rincón, en una época solo y después estrenando la vía del dueto informativo con Gardeazábal, y lo hace ahora Pascual Gaviria, con frescura y madurez.
La otra crisis –ya que estoy en crisis— fue la que se desató en diciembre del 2005 cuando, con sus faltas sin excusas, Guillermo Díaz Salamanca mandó el mensaje que se ausentaba del todo. Que se iba. Lo dijo sin decirlo. Hasta que Hernán Peláez lo dio por hecho y en plena época de Navidad y Año Nuevo enfrentó varias incertidumbres. La primera, cómo restructurar el programa sin Díaz Salamanca, cuyo protagonismo era ruidoso. Pero, además, los rumores, el muy popular radiopasillo, fue más activo que nunca y contaba que de la mano del imitador estrella, rcn, la competencia principal de Caracol, estaba montando un programa tan similar pero tan similar a La Luciérnaga que se llamaba —como en realidad se llamó— El Cocuyo. Y que se trasteaban hacia allá los músicos del grupo Salpicón. Que a Alexandra Montoya le ofrecían el doble de salario. Que a los otros imitadores también se los mercarían. Y a Jairo Chaparro. Se acaba La Luciérnaga, alcanzó a escribir uno de esos chismeaderos que saturan de babosadas el periodismo colombiano.
Cuando se abrió el año 2006, calladito, Hernán Peláez desplegó las cartas con las que jugaría la temporada y enfrentaría los clarines del acabose. En la línea titular al aire se mantuvieron Alexandra Montoya, Gabriel De las Casas y Héctor Rincón (yo, el escribidor de esta historia y feliz miembro del grupo hasta mi retiro por jubileo cinco años después); se le dio más aire a Pedro González y a Polilla; se ubicó a Risaloca, que llegó de la mano de Crisanto Vargas, Vargasvil, quien se reincorporó al elenco de humoristas en Medellín, junto a Fabio Daza, en Bogotá; llegaron desde las brumosas montañas antioqueñas los de Revolcón. Y el gallo tapao de la nueva época fue Gardeazábal (Gustavo Alvarez Gardeazábal), un locuaz escritor tulueño, político en retiro forzoso, adicto a la información menuda y dispuesto, sin rubores, a bajarle los calzones al establecimiento.
Con ese grupo, más, en primer lugar, con él a la cabeza, Peláez mandaba a decir que la pusieran como quisieran porque él, simplemente, les había cambiado el juego: se reinventó el programa. Lo tornó más agresivo hacia la interpretación y hacia la denuncia; los imitadores, soltadas las amarras que de todas maneras imponía el gurú Díaz Salamanca, tomaron un vuelo más alto y saltaron al aire muchos más personajes. La Luciérnaga empezó a vivir su mejor época y en la actividad radial quedaba la sensación de que rcn, con toda una experiencia que debía ponerla a salvo de errores pueriles, había cometido una falla de principiante: había creído que el importante en La Luciérnaga era Díaz Salamanca. Y otro error más había cometido la Organización: imitar literalmente un formato como si allí nadie hubiera vivido la vida ni hubiera leído la historia resabida de Charles Chaplin según la cual él, Chaplin, se inscribió alguna vez para un concurso de imitadores de Chaplin y él mismo, Chaplin, quedó de tercero.
Así fueron las cosas. Así fue esa historia de sobresalto fugaz y de competencia más fugaz aún, otra de tantas que se han intentado y que no han alcanzado a socavar la audiencia del programa. Y nadie, adentro de La Luciérnaga ni adentro de Caracol, lo dice con arrogancia. Si lo mencionan, lo hacen con una pizca de recato y, tal vez, con un dejo de desesperanza porque es verdad que los contrincantes exigen y, sobre todo, son puestos de trabajo que se abren. Pero así no ha sido. Ni con El Cocuyo ni con La Zaranda ni con el Show rcn, ni con La Escalera ni con El Pereque ni con no sé qué más, que se han proyectado desde Bogotá, ni con La Cisterna, que se emitió en Ecos del Caguán por la época de la zona de distensión para, me imagino, poder burlarse de aquello que terminó siendo una burla, con ningún nombre ninguna competencia ha podido diezmar el reinado de La Luciérnaga.
(No puedo irme muy lejos de la crisis —y abro paréntesis— sin mencionar un pariente de la crisis que es la pataleta, que es como la recuerdan en Caracol. Ocurrió en mayo de 1996 y la generó un comentario de farándula que hizo la periodista Laila Rodríguez en La Luciérnaga. Dicen que dijo que una telenovela, Mascarada, que estaba al aire y la producía la compañía del papá de Julio Sánchez Cristo, iba a sufrir reducción presupuestal porque la estaba pasando maluco en pauta publicitaria. Que Julio Sánchez Cristo enfureció y exigió, exigió, una rectificación, ante lo cual el lector puede suponer qué actitud asumió Hernán Peláez. Esa. Lo que siguió fue que Julio Sánchez empacó bártulos, los trasteó a rcn y allá estuvo un rato hasta cuando regresó a Caracol y se creó lo que hoy es W Radio. Cierro paréntesis.)
Estaba diciendo de fracasos de la competencia, que significan el reinado en soledad de La Luciérnaga en la radio colombiana en todos estos años en su horario que antes era un desierto. Para Ricardo Alarcón la competencia no ha prosperado porque este es un formato muy complejo. Lleno de detalles, de géneros, que hace difícil la copia literal, y, tal vez, más difícil de superar si no se ensayan otras mezclas de contenido, otros horarios, incluso, agrego yo. Porque lo que es imposible de obtener es el ritmo que le imprime Peláez, esa velocidad de crucero por la que el oyente es llevado de la ternilla hacia adelante, siempre hacia adelante, con la destreza del volante de armado y con la polifonía que el director tiene en la cabeza para ir mezclando esos sonidos, esas voces, e ir consiguiendo el contrapunteo. Eso, que es virtuoso y es constatable tarde a tarde, no es, sin embargo, el gran secreto de este programa veinteañero que pareciera que todos los días naciera y muriera y que todos los días resucitara, porque todos los días sorprende.
Ahí, en lo que acabo de decir, está el enigma. Porque todo lo demás es, ya, un secreto en altavoz que hasta tesis de grado de comunicación debe haber merecido, o, sino, ahí les dejo esa inquietud. Pero su mejor tesoro, su enigma, es un arsenal de sutilezas que empieza por el tratado de límites que maneja Peláez entre la irreverencia y la irresponsabilidad. Ni tan acá que lo solemnice y lo vuelva un espacio contemplativo y lagartoso, ni tan allá que lo vulgarice y lo desprestigie. Esa línea, tan gaseosa, entre lo insolente y lo irreflexivo, es un terreno minado por el cual el director debe transitar con pies sensatos a la vez que le va inoculando veneno al programa para sacarle chispas a quienes lo hacen y conseguir que el oyente sienta el alboroto que se está viviendo en el acto creativo de hacer La Luciérnaga.
Porque ahí donde lo ven, Hernán Peláez es un azuzador de oficio. Y tiene un cariño sin disimulos por aquellos talentos díscolos, como lo recuerdan bien quienes le han oído las defensas que hace de los futbolistas brillantes con cierta proclividad hacia la noche. —Déjelos tranquilos. Usted entrégueles el balón el domingo —puede ser una frase suya muchas veces dicha. Más o menos. Jaime Ortiz Alvear, un talentoso periodista deportivo y también un habitual habitante de las noches ruidosas, era un consentido de Peláez. Por ejemplo. Y todo esto tiene que ver con La Luciérnaga, porque allí es Peláez quien incita con gestos, con palabras en voz baja, a un cierto desorden que es por lo que el oyente presiente que en el programa se pasa delicioso; y por esa permisividad se suelen soltar al aire frases sin contexto y por esa alcahuetería el programa recurre con frecuencia a la tiradera implacable entre sus propios integrantes.
A Peláez le encanta que De las Casas se desgañite cantando y le sugiere, incluso, qué debe imitar para que engorde su oso; a Peláez le gusta que Loquillo (Yendinson Ned) sea bien repelente cuando llama como oyente; a Peláez le encanta que Pedro González masculle el bejerrrodelprograma cuando saluda a Gardeázabal. Que se le haga bastante bulla al buenazo de Chemas Escandón cuando llega con su cargamento de noticias deportivas de improbable difusión. Y que Alexandra se ría con esa carcajada que vale una hora entera y que la llamada de Daza se caiga para poder echarle vainas al operador. Todo eso revela el espíritu disoluto que también tiene el doctor a la hora de entender que el programa tiene que transmitir como componente un alboroto que solo él sabe manejar porque solo él vuelve a recoger los lazos del orden y sabe muy bien hasta donde va la guachafita y donde debe ir tarjeta amarilla.
Lo que sigue no es apto para menores de edad ni para oyentes candorosos, porque lo que sigue le pone fin a lo que puede asimilarse a un mito como el del Niño Dios. En La Luciérnaga, señoras y señores, damas y caballeros, no son amigos los unos de los otros ni los otros de los unos. No son amigos. Son compañeros de trabajo, como recalca Gabriel De las Casas cuando al aire el Jaime Bayly se le acerca todo untuoso a intentar hablarle al oído. Compañeros de trabajo nada más, pero tampoco nada menos. Pero amigos de salgamos todos a almorzar o a comer la fiesta-va-a-empezar-a-reír-a-gozar, no, será otro día.
Claro que dos o tres del grupo salen de pronto juntos a unas copas o a almorzar, en fin. Y alguna vez se hicieron celebraciones decembrinas en las que, por grupos, se llevaban viandas y se disfrutaba después de las horas por el espíritu navideño de Alexandra Montoya. Y dos o tres veces, comidas colectivas. Y en épocas remotas hasta una fiesta de disfraces hubo. Pero no es un grupo de aquellos que se vende ante la audiencia como somos amigos, una familia, todos a una, lo que es con uno es con todos. No. Y eso —no se aterren— no es malo, nada malo, es apenas congruente con un programa que no se hace por consensos. Es apenas el reflejo, ¿o el origen?, de todo el disenso que hay en La Luciérnaga. Y es ese otro de los enigmas, del arsenal del que hablé y que al aire suele ser invisible: en el programa no hay solo una línea de pensamiento. Y hasta el propio doctor, hasta el mismo Peláez, es sacrificado al aire con chistes, porque tampoco a él se le hacen reverencias más allá, desde luego, de las que merece por el respeto de radiodifusor que se ha ganado y por la calidad profesional que nadie pone en duda.
Ya voy a terminar. Explico el comienzo de esta historia, que arranqué malcopiando un verso de Borges, la explico al decir que La Luciérnaga vio la luz en el apagón Gaviria pero nació por una necesidad de país. Como la necesidad de una olla a presión de encontrar un escape, Colombia necesitaba una válvula. Un tanque de oxígeno. La Luciérnaga se necesitaba, urgente, para que la pesada realidad que se vivía, que se vive, pudiera y pueda ser digerida desde otro ángulo menos solemne y, sobre todo, menos trágico. La Luciérnaga era, es, una pócima cotidiana que hace más llevadero todos los días este país en donde al horror siempre, siempre, le sigue un horror peor. En los veinte años que ahora cumple La Luciérnaga es posible, sí, que por su naturaleza haya minado reputaciones y probablemente, incluso, haya ennoblecido a algunos que no lo merecían, pero frente a esos daños colaterales hay un amplio inventario de colombianos crápulas que han quedado en evidencia y, sobre todo, hay centenares de miles de oyentes que han sonreído en la familiaridad de sus casas, en el purgatorio de un taxi, en un melancólico puesto de vigilancia, o en la soledad de las montañas o en el bullicioso quehacer en donde los coja la vida.
Todos ellos, los oyentes, han aprendido perspicacia con La Luciérnaga, porque saben oír entre líneas y por eso forman hoy una opinión pública más avispada. Porque para oír La Luciérnaga hay que aguzar los sentidos todos, y quien oye La Luciérnaga tiene más abiertas las entendederas. Todas las entendederas.