Volver al barro
Cómo fue/por qué fue/ la tragdeia de Armero. Una recomnstrucción publicada en el libro editado por la revista Semana.
Por Héctor Rincón
La aurora se demoró en llegar porque había sido una noche oscura, sin estrellas, y luna tampoco había porque apenas dos días antes al firmamento lo había atravesado la opaca luna nueva de noviembre. Había en el aire una llovizna insidiosa mezclada con arena y había pavesas que se volvían ceniza, pero sobre todo había un olor pesado, casi sólido, el olor del azufre que es un olor con color amarillo y llamas azules y ocres; un olor rotundo como la muerte.
Todo eso había cuando por fin llegó la madrugada y apareció el jueves 14 de noviembre sobre esta explanada espectral. Sobre los cinco kilómetros de largo por tres kilómetros de ancho que era lo que era la ciudad de Armero, había ahora un lodazal espeso de 90 millones de metros cúbicos de fango y piedras incandescentes, compuesto por una mezcla heterogénea de bloques, gravas, arenas, limos, cantos, arcillas y escombros vegetales, que llegaron allí a la media noche y que en su recorrido de 48 kilómetros había devorado viviendas, camiones, edificios, animales, iglesias y gente y gente y gente: todo un pueblo allí, debajo de esta avalancha insaciable que ahora burbujeaba.
Un bramido como de mil trenes había estremecido a todo ese edén poco después de las diez de la noche anterior, como anuncio final del cataclismo. El cráter Arenas del Volcán del Ruíz, que venía malhumorado desde hacía meses, soltó su última bocanada. Rápido muy rápido los ríos Azufrado, Gualí, Recio, Nereidas, Molinos, Chinchiná y Lagunilla se llenaron de hielo y de agua y de piedras y de lodo, y, desmadrados, déle a inundar sus cuencas, a meterse en potreros, a arrasar barrios, a acabar con pueblos. El Lagunilla, tan entrañable; el Lagunilla romántico y anecdótico, el Lagunilla lleno de historias de domingos de noviazgos, de vacaciones azules de los ameritas y de paseos intrépidos para remontarlo hasta encontrar las cascadas de Casabianca y pescar alguna trucha arcoíris o, al menos, un nicuro o una brinconcita, el Lagunilla (o Lagunillas) fue el que se desató sobre ellos en aquella media noche y ahora estaba convertido en un inmenso lago de barro en donde habían quedado, entreverados en su fondo, veinte mil cadáveres.
Idílico, el Lagunilla no siempre había sido. Manso muchas veces y cascajoso siempre, a este río que se le ha llamado también río Seco de Las Palmas, al menos cuatro veces de su historia documentada ha sido lo que podría llamar diabólico: las cuatro veces que su cauce, que nace a 4.650 metros sobre el nivel del mar, en el cráter Arenas del que los geólogos llaman Macizo Volcánico del Ruiz, ha sido usado por el volcán para aliviarse de sus gases y de sus cenizas acumuladas por siglos en su cámara magmática. Antes (y la geología sabrá qué pasó antes del antes pues calcula que el Ruiz ha estado activo durante cerca de dos millones de años) el volcán hizo !pum! en 1595; después en 1700 y, 145 años más tarde, en 1845. Desde ese entonces pasaron 140 años de temores y temblores episódicos, hasta que llegó la media noche del 13 de noviembre de 1985 y el Lagunilla, con furia y con ruido, bajó a 40 kilómetros por hora desde su origen, se dividió en tres ramales, para entrar a Armero lo hizo por el cauce antiguo, el que llamaban río Viejo y entonces ahí dejó de ser río y se volvió esta ciénaga pestilente en la media noche fatídica desde la que hablo.
De algo más que de ese olor espeso y de esta lluvia que escupía arena y ceniza, estuvo llena la penumbra antes de que llegara el alba. La noche tenebrosa del jueves 14 de noviembre estuvo hecha también de gritos de socorro y de quejidos heridos; de lamentos profundos de ultratumba. De susurros claudicantes, de sollozos terminales. Una algarabía lastimera salía del inmenso lago, hacía eco en el más allá y se oían preguntas con nombres propios que no tenían más respuestas que el silencio y otra vez las mismas preguntas que trataban de ubicar al pariente náufrago en el lodazal. Así era. Y relinchos llorosos de caballos que también fallecían y mugidos de vacas sumergidas y cantos de gallos confusos. Así era.
Y así siguió siendo incluso cuando la luz puso en marcha el jueves y la Colombia que había dormido sobre colchones y con pijama despertó sobresaltada. Fue Yamid Amat por Caracol quien contó la noticia: tenemos comunicación con el piloto de avioneta, capitán Fernando Rivera, comenzó el periodista con su voz de acontecimiento, y en un minuto el país quedó enterado de la visión que había tenido desde la ventana de su nave de fumigación:
—Armero quedó arrasado… en casi un ciento por ciento Armero quedó arrasado,— describió el piloto y contó que si acaso unas cien casas en el costado norte se veían en pie.
—¿Usted podría hablar de cuántas personas muertas?, — intentó precisar Amat.
—La mejor forma es que averigüen cuántos habitantes tenía Armero y de ahí saquen la cuenta de que no hay siquiera un dos por ciento de habitantes sobrevivientes,— contabilizó el piloto Rivera.
No fue ese, sin embargo, el primer anuncio que llegó a Bogotá. Entre la media noche y el amanecer hubo voces de radioaficionados insomnes que contaban lo que sabían a medias y conjeturaban sobre la tragedia completa; preguntaban qué había pasado o reproducían lo qué sabían que estaba pasando, en un tráfico bullicioso de augurios negros. Hubo un avión de carga, de la compañía Lac, cuyo comandante, Juan Manuel Cervera, había visto desde su cabina la enorme llamarada roja que fue una de las erupciones que habían comenzado a las nueve y media de la noche y siguieron, las emisiones piroclásticas en palabras vulcanológicas, hasta las once de la noche del 13 de noviembre. Una de esas fue la que desató la represa que el río había formado en la vereda El Sirpe, lo que contribuyó a la vehemencia con la que el Lagunilla comenzó a volverse avalancha.
La nave del capitán Cervera venía desde Miami y de pronto la ráfaga, el estremecimiento, el humero. Desvió su ruta y aterrizó nervioso y con presentimientos. Y hubo una llamada intranquila a la redacción nocturna del periódico El Tiempo: era uno de los conductores de los camiones en los cuales se distribuía la que entonces llamaban la «edición cabuya», la que viajaba por tierra hacia lugares cercanos a Bogotá. Contó sin pormenores pero con sobresalto de una inundación y el responsable de la redacción tuvo el buen olfato de despachar de inmediato a Angel Vargas, el fotógrafo de turno, hacia por allá a ver qué.
Mientras tanto, mientras eso, el viento con llovizna escupía arena y cenizas, que volaban lejos muy lejos del cráter que las emitía y del torrente caliente por donde bajaban. Los vientos que soplaban desde la tarde, en aquella noche y en este amanecer, transportaban desde la cordillera central de Colombia las huellas de la tragedia que se abatía sobre la cuenca alta del río Magdalena. Las cenizas caían más allá de esta cadena de montañas, volaban a través de valles y llegaban hasta la frontera con Venezuela, hasta los límites con Panamá y, más cerca, desde luego, hasta la sabana de Bogotá y hasta Tunja.
Eso pasaba en la noche sombría, antes de que la Colombia aún en bostezos, empezara a enterarse de la tragedia, cuando ya los protagonistas del drama llevaban más de seis horas sumergidos en una caldera infernal. Unos, la mayoría, ni cuenta se habían dado de cómo les había llegado la muerte: tan aplastante había sido la ola que los sepultó. Después de las primeras horas, algunos calcularon que la avalancha avanzó a cien kilómetros por hora, aunque la velocidad que finalmente se estableció fue de cuarenta. Y que, nutrida de todo lo que iba devorando al paso, alcanzó hasta casi ocho metros de altura. Armero, que estaba a 421 metros sobre el nivel del mar hasta la noche anterior, había amanecido más arriba y, por eso, más por la llovizna y la ceniza y la arena, había sido un amanecer con frío.
Aquello no era lava, no. El Ruiz no emite lava como tantos materiales volcánicos que vemos humeantes, sino ceniza, rocas y gases, pero el flujo, el lahar se le llama también, sí bajó muy caliente por el roce de las partículas entre sí. Los ameritas, miles, murieron carbonizados y otros miles ahogados y otros miles y miles por los golpes que recibieron de todo aquello que cargaba la avalancha cuando irrumpió en las calles del pueblo y, bramando, se metió en cuanto recoveco encontró: 2.918 viviendas había en Armero, según un censo hecho un mes antes de su extinción y en ellas vivían 21.213 personas.
No se supo entonces, no se sabe ahora, no se sabrá nunca, cuántos muertos hubo por esta hecatombe que ya había comenzado a ser filmada cuando el día avanzaba y los primeros sobrevuelos de helicópteros formaban ondas en el lodazal. Los pobladores que huyeron en las horas previas, en los días previos, es un número desconocido, y tampoco se conoce cuántos otros colombianos llegaron a cumplirle una cita a la muerte porque, como cruce de camino que era, en Armero pernoctaban decenas de conductores y comerciantes cada noche, incluida la noche de la desgracia, en la que se dedicaban, como siempre, a jugar billar, a beber cerveza y a irse de putas.
Lo que era evidente al primer golpe de ojo sobre el barrizal, era que no todos estaban muertos ni todas las viviendas sepultadas. Quedaban algunos y quedaban algunas, como lo había relatado el piloto de la avioneta de fumigación. Algunos cientos de pobladores habían alcanzado a llegar a las colinas que le daban relieves a la topografía plana de Armero. Cerros que se llaman Guacamayero, Muchiquejo, Cabrera, Corral Falso, Santa Barbara, habían sido los salvavidas para quienes, mucho más que nadie, habían adivinado en las sombras la magnitud de lo ocurrido. Y habían oído los murmullos desgarradores de los millares de agonías y habían olido hasta la náusea el olor espeso del azufre. Ellos —los sobrevivientes de los cerros— fueron los primeros en saber la dimensión de lo sucedido, pero hubo otros, imperturbables, que no fueron tocados por la calamidad y siguieron viviendo en su silencio eterno: los muertos viejos, enterrados en el cementerio de Armero, que por estar en la ladera de una de las colinas no fue invadido por la avalancha.
También hubo los sobrevivientes del barro, cuyas siluetas fantasmales, fueron la imagen de la tragedia. Cientos de personas flotaron en el lodo o quedaron encima de los techos de las casas o trepadas en las copas de los árboles, a los que muchos llegaron, como contaron después, por el golpe que les dio la tromba. Ceibas, caracolís, guácimos, acacias, cedros, gualandayes y balsos, fueron, sobre todo, los árboles que por su fronda de treinta o más metros alcanzaron a acoger a quienes les había socorrido el milagro. Fueron estos, y aquellos quienes porque simplemente flotaron o porque en algunas partes el lodo fue tan denso que se secó antes del amanecer, los que primero emergieron de dentro. Parecían zombis.
Escribo la palabra zombis y arriesgo caer en el lugar común, pero zombis era a lo que más se parecían estos espectros salidos de dentro del lodo. Eran de un color gris con sutiles vetas amarillentas, que caminaban como sonámbulos e iban dejando en cada paso un poco del barro que traían adherido y casi todos iban quedando desnudos. Una legión de desamparados que parecía no darse cuenta que no podían respirar porque tenían la boca llena de lodo y que no podían ver porque tenían los ojos llenos de lodo y que no podían oír porque tenían los oídos tapados por el lodo. Así de entes eran. Así de zombis los recuerda Silvia Martínez, enviada de Semana, una de las primeras periodistas en llegar a aquella explanada de muertos sepultados ya o de muertos vivos que caminaban por encima del lodazal. Los recuerda ahora, treinta años después, con la misma nitidez como si hubiera sido esta mañana porque ha de ser imposible olvidar aquella muchedumbre errante, aquel parto entre el barro, aquella amputación de pierna con un machete, aquella mujer, cadáver ya, que asía casi con furia entre sus manos al bebé que aún respiraba.
Los zombis, que eso eran, revividos, autómatas, eso eran, no estaban solo aturdidos por el impacto, sino que habían perdido la noción del tiempo y del espacio. Y de sí mismos. Solo algunos —y más especialmente algunas, por mamás—, recuerdan aquellos instantes del amanecer cuando entendieron qué había pasado porque habían perdido la mano de sus hijos, muchas de ellas por siempre jamás o porque se murieron o porque se extraviaron en la confusión que siguió y que duró el resto de la vida. Pero el aturdimiento, severo, para muchos definitivo, para muchísimos con visos y nombres de enfermedades mentales, se manifestaba en esas primeras horas del apocalipsis con no saber quiénes eran ni donde estaban.
—¿Usted cómo se llama?,— preguntaba un socorrista a alguno de los sobrevivientes salidos del pantano.
—¿Usted cómo se llama?,— contestaban.
—¿Usted dónde vive?, — insistían.
—¿Usted dónde vive?, — repetían.
Así era. Se le dirá efecto postraumático o se le dirá como se llame, pero además del absurdo impacto de haberse acostado a dormir en su cama y haber amanecido en un lago espeso y caliente, adolorido y con muerte alrededor, los sobrevivientes habían pasado las horas de aquel amanecer respirando azufre mezclado con un fuerte olor a petróleo: un oleoducto que traía crudo desde el vecino Huila también había estado en la ruta de la riada del Lagunilla, y hasta luego. Respirar azufre solo unos minutos marea y produce vómito, envenena, te va matando. Por eso quienes salían del lodo después de tantas horas allí, del trauma, del impacto, de la vecindad con la muerte, de haber flotado en esa sopa que producía infernales destellos amarillos y azules y ocres, eran zombis. Venían de estar muertos.
Entonces ya el jueves 14 de noviembre había quedado registrado en la historia de las tragedias por el solo cálculo de la muerte masiva de una población, pero con esos testimonios comenzaba el horror. Apenas se acercaba el mediodía del día de los hechos. Se habían transmitido las primeras fotos y las iniciales panorámicas que certificaban la veracidad de la versión del piloto madrugador. La Colombia de los socorristas, superado el asombro y en pleno reposo para recuperar las energías agotadas en la toma y retoma del Palacio de Justicia en Bogotá unos días antes, había dispuesto estrategias y viajes. La Colombia voluntaria buscaba cómo llegar hasta aquella región del Tolima en la cuenca de tantos ríos y quebradas desbordados, de puentes rotos y de carreteras destrozadas. La periodística ya había despachado a sus enviados a cómo fuera y a los que fuera y daba y preparaba ediciones extraordinarias. La católica rezaba y pedía clemencia al Altísimo y perdón por los pecados cometidos. La Colombia de la filantropía conseguía mantas y víveres y daba números de cuentas bancarias. Y la Colombia central, la habitual, la polemista, la oportunista, la de al caído caerle, encendía ánimos y usaba esos titulares de cajón como tragedia anunciada, avalancha anunciada, catástrofe anunciada y todo lo demás.
Guayabal, a nueve kilómetros de lo que quedaba de Armero, fue convertido en el centro de urgencias a donde llegaban los sobrevivientes extraviados, los recuperados y a donde comenzaron a llegar voluntarios, socorristas y periodistas y curiosos en general, porque curiosos también hubo, cómo no. Y pillos, muchos, llegados de las vecindades que conformarían desde la noche número dos el enjambre oprobioso de saqueadores, infames, buitres que se asentaron primero que los buitres sobre los cadáveres para extraerles sin escrúpulos ese reloj, aquel anillo, un arete y dicen que hasta dentaduras de oro.
Si hubo 21 mil muertos en toda la catástrofe del Ruíz (que es la cifra más aceptada, sumados a los muertos de Armero los de Chinchiná, en Caldas, donde el río se llevó dos barrios enteros) y si hubo 6 mil heridos y nunca se supo cuántos damnificados, como son las estadísticas inconstatables pero más difundidas, si todo eso hubo, cada uno de esos miles y miles encerró un drama conmovedor, pero los que más lograron entristecer a un país lloroso y perturbado por todo lo que iba sabiendo, fueron los casos de los niños desaparecidos, o de los niños extraviados, o de los niños robados. Porque la calamidad había producido lo que producen las calamidades: viudas y viudos, como se llaman a quienes pierden la esposa o el esposo. Huérfanos y huérfanos, que son los hijos de los papás y las mamás muertas. Pero el aluvión había provocado por cientos, quizá por miles, un dolor que no tiene nombre: el de las madres que habían perdido a sus hijos.
Nunca se supo tampoco si fueron cinco mil o diez mil los casos, como los calculó algún periodismo extranjero. Se supo, sí, que de todos los niños reportados como desaparecidos en los momentos de la avalancha y recogidos por alguna autoridad, 900 fueron devueltos a los padres que sí eran por el Instituto de Bienestar Familiar. Las historias de pérdidas o de extravíos ocuparon largos espacios escritos y muchos testimonios radiales y televisivos. Cuentan que había camiones llenos de niños extraviados en la vía a Cambao. Dicen que a esos niños los negociaban allí mismo. Cientos de mujeres perdieron la razón por el despojo y aún hoy, treinta años después, en donde fue Armero, sigue vigente una fundación que se llama Armando Armero que los busca y cuelgan fotografías de niños como eran cuando se esfumaron muchas veces dejando rastros que los familiares no pudieron seguir: que alguien los vio salir con vida de entre el lodo; que alguien los fotografió, que alguien los vio en un noticiero de televisión. Que nadie supo más.
Entre los miles de casos que se contaban en las oficinas que el periodismo sin piedad bautizó como “lloratorio”, apenas hubo algunos con finales felices. O con felicidad a medias, como el de John Francisco Reyes, a quien alguien que dijo ser miembro de la defensa civil se llevó de los brazos de una tía que trataba de sobrevivir. Se lo robaron y lo traficaron para entregarlo en adopción. La historia la contó Diana María Pachón y le mereció un premio de la Sociedad Interamericana de Prensa: 25 años después, John Francisco regresó a Armero convertido en pastor evangélico y la tía lo reconoció por una cicatriz que tenía en una oreja. Aunque su vida y su corazón (los de John Francisco) estaban en otra parte, llamaron a la mamá biológica para el reencuentro incierto. La mamá lo reconoció al rompe y le lanzó una pregunta de una maternidad reprimida por un cuarto de siglo:
—John Francisco, ¿usted dónde estaba?
Mientras entre el barro de Armero se gestaban historias como las de los john franciscos, a 3.900 kilómetros de allí, en Manhattan, Frank Fournier recibía una llamada telefónica en su apartamento. Frank Fournier acababa de entrar después de haber tenido una sesión de fotografías con enfermos de sida en un hospital de Nueva York, que era el trabajo que venía haciendo para la agencia Contac Press para la cual trabajaba. Rápidamente le contaron que había una tragedia en Colombia que se fuera para allá ya mismo. Nada más. Eran las 11 y 15 de la mañana del jueves 14 de noviembre, el día de los acontecimientos.
Siguió lo que hacen los periodistas: un morral, un equipo de fotografía, un taxi, un aeropuerto; ruego por un cupo, un vuelo. Primera escala Miami, de ahí a Bogotá, entérese por el camino de qué se trata y, por tierra, viaje hasta Lérida, lo más cerca que era posible llegar a Armero en ese momento. Ya es la madrugada del día después (viernes 15) y lo que fotografía Fournier son cadáveres apiñados, despedazados y, sobre todo, esa legión de sobrevivientes que caminan como invidentes, que destilan barro y que huelen a muerte; lo que percibe Fournier es un aire húmedo, más bien frío. Un día después, tras merodear la zona, logró entrar a Armero y un campesino le contó de una niña moribunda, atrapada entre los escombros de una casa. Hasta ella llegó y allí encontró a Omayra Sánchez, la niña de 12 años, cuya agonía y muerte se convirtió en un símbolo de la tragedia de Armero. La fotografió hasta que expiró y la foto de Omayra, con su último aliento, fue la carátula de Paris Match, la revista francesa de fotoreportajes, con el título de Adiós Omayra. Fournier ganó primero críticas e insultos por despiadado (“No soy socorrista ni médico, soy periodista”, dijo entonces y dijo después para describir su rol), y ganó al año siguiente un premio mundial de fotografía por las imágenes que logró con su cámara sobre el techo en el cual Omayra había quedado atrapada entre los escombros y había muerto envenenada por su propia sangre comprimida en sus extremidades ante los ojos del mundo impotente.
Las noches que siguieron, los días que siguieron, no trajeron calma, qué va. Tras la estupefacción apareció el caos porque nadie, desde luego, estaba preparado para la magnitud de un desastre que seguía en carne viva. Los cadáveres, la mayoría, habían quedado sepultados de una vez por el lodo que se había secado y sobre el cual ya se podía caminar a través de tablas que habían puesto los socorristas o los soldados que habían llegado para hacer frente (o para intentar hacer frente) a las hordas de hienas, de saqueadores, que el periodismo disfrazó con el eufemismo de “avalancheros”. Pero los zombis, los desposeídos, muchos con bastones hechos de ramas de árboles, seguían deambulando, alucinando.
En las noches, la visión del Nevado no permitía el sosiego. Mucho menos en la segunda y en la tercera noche después de la avalancha cuando volvieron a sentirse los bramidos de la tierra como si del cráter Arenas se hubiera de nuevo desprendido un casquete y el río Lagunilla estuviera embravecido. Pequeños aludes sí se sintieron pero más nada distinto a fumarolas que siguieron viéndose largamente durante aquel noviembre y se pregonaron declaratorias constantes de alarmas amarillas y naranjas que daban las autoridades vulcanológicas como se les llamó, como se les llama. El Ruiz siguió quejándose pero nada más se desprendió de sus diez y nueve kilómetros cuadrados de casquetes glaciales, de los cuales, se estimó, sólo entre un seis y un nueve por ciento se había desprendido para causar el desastre de 1985.
Donde sucedían otros infiernos era en los centros de damnificados. En Lérida, en Venadillo, Alvarado, Honda, Ibagué, Guayabal, Mariquita y todo pueblo cercano servía para alojar la muchedumbre desposeída que había crecido más de lo que el Ruiz había arrojado. ¿Es decir? Es decir que si Armero había producido 10 mil damnificados, en poco tiempo aparecieron miles más (de 80 mil habló la autoridad militar nombrada) que llegaron de todas partes atraídos por los anuncios de los subsidios y por los proyectos de las casas que construiría Resurgir, la entidad oficial creada para encauzar dineros y ayudas hacia la reconstrucción.
La explosión de reclamantes hizo inmanejable, aún más, la tragedia pero le dio a la situación un toque de comedia por el tamaño del caos. Había que vivirla o imaginarla: había que suministrar una especie de cédula de damnificado a quien se presentara como tal y el único requisito era que dijera que lo era. Nada más podían pedirle: ¿Cédula? ¿Tarjetas de identidad? ¿Partidas de bautizo, de matrimonio, de lo que fuera? Todo había quedado abajo del barrizal, vaya y verá. Así que, acto de fe. Y a eso, súmele la siempre corta cantidad de elementos de ayuda, motivo por el cual a una familia de siete le suministran un colchón porque es lo que hay, mañana veremos. Y jabón, jabón no hay. Ni nada más hay de todo lo demás, y esos muchachitos llorando y esos viejitos quejándose…
El hacinamiento en todos los centros de acopio de los desamparados era el que es imaginable, pero más. En Venadillo hubo que recluir a algunos de los pacientes del sanatorio mental de Armero que habían sobrevivido y a ellos se sumaron algunos de los sobrevivientes que claramente habían perdido el juicio y cuyos desvaríos resultarían simpáticos si no estuvieran antecedidos de semejante tragedia y no fueran el preámbulo de un futuro más trágico aún.
Pero el caos también pasaba en instancias más arriba, mucho más arriba, en el Palacio Presidencial porque Colombia no tenía entonces, como tiene ahora, protocolos y oficinas de atención de desastre. Era a lo que más o menos saliera a las volandas y entonces mandaban todos, lo cual quiere decir nadie, y quien más se echó al hombro el intento —vano— de darle un orden a la anarquía fue Víctor G. Ricardo, el secretario de la presidencia, para coordinar entidades, evitar simulacros de evacuación inconsultos como el que se hizo el 20 de noviembre en Mariquita y que pudo haber otra una tragedia; recibir auxilios de otros gobiernos; hacer despachos de ayudas; encauzar recolectas públicas y en fin y en fin, ordenar todo aquello que surgía de los corazones colombianos en luto.
También había que coordinar, no por esos días de llantos aún inconsolables sino después cuando otras fatalidades colombianas habían encontrado sus espacios y cuando ya los políticos, sin rubores, habían hecho cuentas de los votos que se habían perdido en Armero, también había que coordinar la visita de buena onda de personalidades que querían ver con sus propios ojos y, detrás de ellas sus propios fotógrafos, lo acontecido en este recoveco del mundo: la reina Sofía, Danielle Mitterrand, el papa Juan Pablo, embajadores y gobernadores y ministros desfilaron por allí los sábados por la mañana, especialmente los sábados por la mañana.
Antes de que llegaran las personalidades, y antes y durante también, y cuando el lodo se había secado y los espectros habían dejado de peregrinar sin rumbo por la región, habían llegado los economistas a hacer los censos de lo que el volcán se había llevado. En la zona del aluvión se habían podrido las cosechas que habían quedado recogidas y empacadas como 50 mil sacos de café y cantidades cercanas de arroz, de maní y de sorgo, los productos más rutilantes del edén sepultado. En sorgo se estima había 20 mil toneladas y en arroz 13 mil y en maní 300. Un huerto verdadero de 11 mil hectáreas de tierras de una fecundidad asombrosa, como suelen ser las que ya han sido tocadas por los lahares volcánicos en todo el mundo y en donde pastaban 12 mil vacas, novillos, terneros; 11 mil hectáreas habían sido tocadas. Se censaron seis mil casas destruidas, incluidas las de Chinchiná, y 200 kilómetros de vías afectadas. Los contadores de plata, que también llegaron, contaron que los bancos de Armero tenían prestados 921 millones de pesos y que en las cuentas bancarias habían depositados 1.025 millones. Todo eso contaron.
Y llegaron también los contadores de historias a escarbar entre las ruinas y en la memoria lo que pasó antes y lo que pasó durante y lo que pasó después de todo esto que fue el fin del tiempo para miles y miles de colombianos. Miles y miles de colombianos que esa noche del 13 de noviembre y ese amanecer del 14 de noviembre supieron que sí, que era cierto lo que muchas veces les dijeron que decía en el Génesis y lo que les enseñaron sobre la creación: que de barro eran y en barro se convertirían.