El río bravo de los Zenú
El hilo de agua verde, que brotó del totumo de oro cuando el indio Domicó lo dejó caer, se convirtió en el río Sinú. Labró cauce en las breñas del nudo de Paramillo, se hizo corriente al beber las aguas que brotan copiosas en el último arrebato de los Andes, mostró la furia del torrente al meterse entre cañones y descendió sereno a una planicie alongada por la que se abrió como una mano antes de caer al Atlántico en el Caribe colombiano. En tal viaje, que le ha tomado millones de años desde el Cretácico, el Sinú ha dado vida a 1.395.244 hectáreas y las ha convertido en una tierra tan fértil como la bañada por el Nilo.
A tres mil novecientos cincuenta metros sobre el nivel del mar, que fue la altitud que midieron en el nudo de Paramillo los expedicionarios Hermes Cuadros, Alwyn Gentry y Álvaro Cogollo en 1993, donde la neblina arropa los frailejones, el Sinú es agua helada a seis grados centígrados, cristalina, todavía niña. Así la tomó Domicó y la roció sobre la corteza vegetal que montañas abajo, donde el oxígeno es generoso, germina un exuberante bosque húmedo tropical. Madre de una familia verde con nombres fantásticos como pinitos de páramo, kimulás, golondrinos, carretones, saínos rosados, venenos, algarrobos, nazarenos, rayos, bálsamos de olor y cominos y colorados. Y romeros o romerillos, que para los botánicos no son otros que Diplostephium. Hogar de un exótico animalario que registra grandes osos de anteojos, leones colorados, venados sin cuernos, tigres pintamenuda, jaguares; y también pequeños colibríes.
A solo quinientos metros de su fuente, el Sinú ya ha se ha tejido en una extensa red de quebradas, riachuelos que se le unen. Cuando le caen los ríos Sinucito, Rubio, Manso, Esmeralda y Verde, el Sinú ya es una corriente capaz de abrirse camino entre rocas. Parte sus aguas en dos brazos que toman diferentes rutas encañonadas y despejan así el valle que fue ensanchado y convertido en el embalse Urrá I. Por veinticinco kilómetros el Sinú transita por la presa, y luego de ser liberado en una potente catarata artificial continúa su camino en busca de la sabana. Deja el Paramillo dando manivela a la evapotranspiración entre la vegetación y la atmósfera, fenómeno del que dependen las lluvias, las nubes, la humedad, los vientos, el clima de su cuenca. Lo deja allá en el alto, donde están enterrados los ombligos de los embera y donde existe, escribió el poeta Gómez Jattin, “una naturaleza casi intacta”.
El río Sinú se hace poderoso al recibir las aguas de la ciénaga de Betancí, “lugar donde huele a pez” en lengua embera, pese a que ésta perdió su capacidad natural de drenaje y su condición de humedal. También murió la totalidad de la flora nativa. Las compuertas del embalse regulan la circulación de las aguas que ya trae el Sinú y de las que le llegan por caños y arroyos. De la serranía de Abibe bajan riachuelos como Los Pegados, León, La Vieja, Vijagual, Lomitas y Arroyito que enfurecen al Sinú, lo hacen salir del lecho e inundar la gran sabana cordobesa. Al llegar a Montería, el Sinú es ya la gran masa de agua que atraviesa la ciudad y forma un sistema hídrico con los paleocauces que descienden en paralelo para ayudar a conducir la corriente. No Hay Como Dios, Mona Flaca, Agua Delgada, Ay, El Codo, El Diluvio son apenas siete de las decenas de corrientes que ayudan al Sinú a repartir vida en esa franja ya cálida, seca y húmeda a la vez de la costa Caribe.
En el medio de la sabana, cubierta de pastos en un cuarenta y siete por ciento, “el río es un gusano de cristal irisado”, tal y como lo vio Gómez Jattin. Serpentea, se amplía a ciento sesenta metros de orilla a orilla, logra una profundidad de hasta ocho metros, alimenta pastos como el lambe-lambe, el churro, el canutillo, el mulato, el gramalote y el pajón que comen los ganados, y también cosecha: a veces, algodón, maíz, yuca, ñame; con frecuencia, plátano, papaya, maracuyá; y siempre, guayaba, mango, anón, guanábana, naranja, limón, coco y cacao. Alimenta a una población mestiza, mezcla de indígenas, negros y blancos, que le canta alabanzas en porros y vallenatos, lo celebra en fiestas pasadas por ron, y lo contempla cuando baja sereno, peinado por la brisa, al caer la tarde.
Después de Montería, el Sinú se divide en los brazos de Loba y Bugre y así, adelgazado en dos cauces, transita casi perezoso por una planicie monótona. En 1843 el buscador de oro Luis Striffler sintió cómo ese río lo llevaba dulcemente, de un modo insensible, como las horas de su existencia. Y así sigue viajando, pese a que en sus orillas ya no se levanta la vegetación que contemplaron extasiados los expedicionarios de otros siglos. Va lento el río pero no débil porque el caño Aguas Prietas le tributa las corrientes nacidas en la serranía de San Jerónimo y con ellas el brazo Bugre se expande por decenas de caños, ciénagas, pozos y pantanos que, en invierno, dan cuerpo a la Ciénaga Grande del Bajo Sinú. En este punto de gran esplendor el río de nuevo unificado se derrama en un delta dibujado por los cartógrafos como un complejo de pequeños vasos sanguíneos. A ellos debió referirse Striffler al escribir “el río, presenta un laberinto de canales estrechos que se obstruyen de improviso, de modo que las embarcaciones tienen que buscar paso, y muchas veces abrirse uno con el hacha”.
Los indígenas zenú aprendieron los mensajes de un río embravecido en invierno con las aguas de las diez mil corrientes que lo robustecen, y austero y severo en verano. Entendieron que a través de los caños el agua se dispersaba mansamente y, en consecuencia, continuaron la labor de la naturaleza. Añadieron seiscientas cincuenta mil hectáreas de canales artificiales a los valles del Sinú y el San Jorge. Así, convirtieron en productivas unas tierras destinadas a pasar constantemente de la inundación a la sequía. Esta cultura anfibia, que usó sus canales durante veinte siglos, sobrevive en los cientos de hombres que habitan hoy el Bajo Sinú. Unos luchan contra la tierra, el agua y el viento; otros, que conservan la tez cobriza de los indígenas, todavía pueden celebrar el hallazgo de un pimiento, un dorado, un roble o un totumo plantado a la orilla de una ciénaga.
Son los herederos de los nativos quienes hoy construyen sus casas sobre el gran delta que forma el Sinú al final de su trayecto de cuatrocientos treinta y siete kilómetros y novecientos metros hasta el mar. Son kilómetros de senderos líquidos, donde crecen zapales [¿qué son zapales?] como la enea, la zarza, el cantagallo, y las campanas, los mismos que se disputan campesinos y hacendados desde hace casi un siglo. Después de la última lucha, que movió a unos y a otros a construir canales y secar grandes extensiones, el Sinú cambió de desembocadura. Dejó Cispatá y se desplazó hacia las bocas de Mireya, Medio y Corea en la bahía de Tinajones. Al moverse, el río se reinventó en un ecosistema estuarino donde el intercambio de las aguas dulces y las saladas se convierte en hogar de mangles rojos, negros y blancos, nichos de una fauna alucinante.
En letra cursiva
La cuenca del Sinú da vida a la infinidad de plantas que el río bendice a su paso. En este desfile majestuoso sobresale la profusión de frutales, entre cuyos ejemplos destacados están el mango o manga (Mangifera indica), perteneciente a las anacardiáceas, y el anón (Annona squamosa) y la guanábana (Annona muricata), igualmente conocida como anón de espino, pertenecientes ambos a las anonáceas. También abundante y proveniente de una de las familias más nobles del Caribe, la de las palmas o arecáceas, está el coco o cocotero (Cocos nucifera). Con frondas tan grandes como las que ostentan las palmeras, encontramos la familia de las musáceas, donde se incluye el plátano (Musa x paradisiaca), también conocido como macondo en la región. Sin embargo, este no es el mismo macondo del que tanto se hace referencia. El espléndido macondo hace parte de las malváceas, misma familia del algodón (Gossypium barbadense) y de uno de los frutos más deseados, el cacao o chocolate (Theobroma cacao). Todo tipo de frutos alimenta ésta cuenca, desde los más dulces hasta los más ácidos, como es el caso de las rutáceas, entre ellas el limón (Citrus x limon) y la naranja (Citrus x aurantium). Frutos de un arcoíris de colores que hacen el panorama de ésta zona, donde también se puede apreciar la papaya (Carica papaya), apodada lechosa en Santander, perteneciente a las caricáceas, y la guayaba (Psidium guajava), una mirtácea.
Los frutos no son el único alimento de esta cuenca. Se nutren los pastos, pertenecientes a las poáceas, tales como el canutillo (Echinochloa polystachya), mejor conocido como alemana en el Cesar y Magdalena o como pasto alemán en Antioquia, y el gramalote (Echinochloa crus-pavonis), llamado liendre de puerco en Cundinamarca. También encontramos el braquiaria (Urochloa decumbens), el pajón (Paspalum virgatum) y el lambelambe, utilizados todos como alimento del ganado. Pero hay también poáceas que nutren a los seres humanos, como el maíz o capi (Zea mays) y el arroz (Oryza sativa). Estos alimentos se suman a otros tipos de almidones comunes en la dieta de los lugareños, como el ñame (Dioscorea alata) una dioscoreácea, también conocida como ñampi en el Pacífico, y la yuca (Manihot esculenta), una euforbiácea denominada casareña en Casanare y hoja de canangucha en el Amazonas.
La cuenca también da sustento a los árboles que hacen paisaje, como sucede con muchas plantas pertenecientes a las bignoniáceas, donde están el roble del caribe u ocobo (Tabebuia rosea), denominado guayacán rosado en el Amazonas. A esta familia también pertenece el totumo o calabazo (Crescentia cujete), mejor conocido como mate en el Chocó, pilche en Nariño y chícaro en Santander.