La perla negra
Quién sabe qué deslumbra más del Pacífico colombiano si sus bosques densos con la biodiversidad más grande del mundo o la urdimbre de sus ríos o su topografía intrincada. Quién sabe
Un perfil de Héctor Rincón
Si fuera por el bosque espeso que se ve al sobrevolarlo con el ojo del halcón satelital, el litoral Pacífico colombiano sería nada más que un solo parque natural, enigmático e inabordable, con sus 78.616 kilómetros cuadrados de verdes interrumpidos solo por esos hilos del color del barro que se estiran y se encorvan como las serpientes que es como se ven sus ríos tremendos que son su vida y que son su maldición. Nada más sería.
Ya abajo, caminando como hormiga por entre la densidad de su selva intimidante o navegando como un alevín por alguno de sus ríos tumultuosos, el Pacífico de Colombia es, a veces, unas playas sin límites; a veces unos acantilados escabrosos; casi siempre unos suelos inundados y, siempre, un edén en el que la naturaleza se manifiesta sin restricciones, pleno y alborozado nido de la mayor biodiversidades del planeta.
Lo que lo ha hecho así de pródigo al Pacífico es la suma de unas virtudes que le tocaron cuando las estaban repartiendo. A algunos territorios les dieron montañas ásperas; a otros, valles fértiles y algunos más planicies paramunas o desiertos infames o abismos inescrutables. En aquella repartición al Pacífico se le asignó la presencia de un mar por 1.300 kilómetros de playas, unas cuencas hidrográficas de imposible contabilidad, unos relieves montañosos que son como de región Andina y unos vientos alisios que se estrellan contra estas estribaciones y generan estos climas altos de humedad y mucha lluvia, todo lo cual lo hace tan exuberante.
Tanta exuberancia, que le da al pacífico colombiano aquel reconocimiento de emporio biodiverso según documento de la Unión Internacional para la Conservación del Planeta; tanta riqueza, sin embargo, es frágil porque en la mayoría de este territorio los suelos son escasos en los sedimentos que requiere para sostener y alimentar sus bosques. Solo abajo, en el sur, por Guapi, por Tumaco, esta condición cambia y hay allí pisos que logran retener nutrientes para que de ellos se erija airosa su vegetación desaforada.
Una vegetación hecha por los vientos; unos vientos que le fabrican al Pacífico climas no húmedos sino muy húmedos; una humedad que le da una temperatura de 27 grados centígrados de promedio en el día y que le proporciona el título de ser una de las regiones del mundo con mayor precipitación de lluvias, si no es la más: en el Pacífico llueve a chorros en el Chocó con 9000 milímetros anuales que caen sobre su capital Quibdó durante 233 días al año, que son muchos días lloviendo pero no tantos como en su vecina Andagoya en donde llueve a cántaros 297 de los 365 días del año. Y en Buenaventura esas lluvias caen en promedio durante 216 días, pero como no es un clima homogéneo, como no es homogénea tampoco su geografía, en Tumaco llueve mucho pero apenas 130 días al año.
Aunque parezca eso –uno solo y uniforme conjunto de bosques–el Pacífico es heterogéneo en su geología y en su geografía. Por ejemplos, muchos: arriba, en el norte, la costa del pacífico de Colombia presenta 287 kilómetros de acantilados, cavernas, pilares marinos y las llamadas plataformas de abrasión. Y al sur, el paisaje costero ha sido modelado por tsunamis y marejadas que han determinado la presencia de playas, bocanas, cerros y planicies aluviales. El resultado concreto de estas diferencias, que el clima ha labrado por los siglos de los siglos, son unidades ecológicas en las que hay bosque húmedo tropical y bosque medio aluvial, de las que se desprenden pantanos, ciénagas, manglares, litorales rocosos y acantilados, playas, pastos marinos y arrecifes coralinos.
Para acercarse a la comprensión de cómo es y por qué es como es este territorio que la Colombia urbana ve como si fuera una sola mancha verde, hay que llegar, necesariamente, a la geomorfología. No hay remedio. Y mucho mejor que no lo haya porque es fascinante: imagínese la topografía del norte del Pacífico hecha de una serranía que se llama Baudó y que se extiende sin cortes a lo largo de 375 kilómetros, con elevaciones que van desde los 600 a los 1.200 metros sobre el nivel del mar, aunque hay un salto, el salto del Buey, que queda al sur de Bahía Solano y que llega a los 1.810 metros. Esta serranía, que va desde los límites con Panamá hasta el cabo Corrientes, le determina al Pacífico norte que sea una costa rocosa y empinada en donde reinan los acantilados. Pero cuando transita lejos muy lejos del litoral marino, la serranía del Baudó tiene en su lomo zonas planas que aunque hoy están cubiertas por un bosque denso, dan cuenta de que estas alturas alguna vez estuvieron al nivel del mar.
Hay más. Hay un estudio que sustenta la hipótesis que la del Baudó es una serranía mucho más larga que lo que se ve: lo que pasa es que su última cresta visible en el sur, por cabo Corrientes, se sumerge en el fondo oceánico y reaparece en las islas de Gorgona y Gorgonilla que formarían, en realidad, parte de la misma serranía del Baudó, a la que algunos catalogan como la cuarta cordillera colombiana.
Al sur-sur, hay otra Serranía, la del Gallinazo, que surge en la parte baja del río Patía, que está muy poco estudiada pero que influye sin duda en las zonas rocosas y acantilados, además de orillales y brazos. Una región pantanosa conformada por limos y arenas y arcillas que son las que van dejando al paso el inmenso entramado de ríos que se llaman San Juan, Dagua, Anchicayá, Naya, Patía y Mira.
Hablo de ríos del Pacífico Sur, por así llamar a aquel que va desde cabo Corrientes a cabo Manglares, que es el último reducto de Colombia desde donde ya es visible la frontera con Ecuador. Hablo solo de esos ríos, pero vuelvo al norte, a la zona chocoana del pacífico para decir de su riqueza hídrica en la que sobresale el Atrato con su caudal tormentoso y que, a pesar de dejar sus aguas al océano Atlántico, es tan pacífico como el chontaduro. O como todos los árboles maderables que crecen en la cuenca del río San Juan, de un área de quince mil kilómetros cuadrados, por donde fluyen los ríos Opaomadó, Tamaná y Sipí y también los ríos Cucurripí, Copomá, Mungidó y Calima. Esos, entre los que tributan al San Juan, porque algunos de los que entregan sus aguas al Atrato son el Murrí, el Sucio, el Ipurdú, el Truandó y el Salaquí.
Todo lo mencionado –vientos, serranía, suelos, mar, orillas, acantilados, planicies– todo eso produce en el Pacífico una variedad de ecosistemas de la que se deriva su diversidad botánica. Ecosistemas que se clasifican en matorral subxerofítico, selva pluvial, bosque de selva basal, bosques de tierras altas, humedales, manglares, arrecifes coralinos y área insular. En términos contantes, el quince por ciento de las familias botánicas del mundo se han encontrado en este edén colombiano, en donde también abundan las mariposas y aves endémicas, como parte de su exótica fauna.
Aunque el Pacífico es dominado por la humedad, hay bosque seco, en el que crecen pequeños árboles o matorrales que son hermanos regionales de los inmensos ejemplares que sobresalen en la manigua. Choibá (Dipteryx oleifera), caoba (Swietenia macrophylla), roble (Terminalia amazonia), chanó (Humiriastrum procerum), abarco (Cariniana pyriformis), crecen en asociaciones o al lado de cedros (Cedrela odorata), ceibas (Ceiba pentandra), cativos (Prioria copaifera), entre otras especies apreciadas por su fortaleza maderable. En la selva húmeda hay familias botánicas que le son características: Arecáceas, Melastomatáceas, Bromeliáceas, Orquidiáceas y Heliconiáceas, y en el bosque de selva basal abundan las Anonáceas, Melastomatáceas y Moráceas. Todas ellas y más nacen, crecen y se reproducen por millones en la tupida selva que han hurgado los botánicos más importantes de Colombia y algunos de los más sobresalientes del mundo porque valoran estos bosques como lo hacen, por ejemplo, excursiones extranjeras que suelen llegar al Jardín Botánico del Pacífico, en Bahía Solano, atraídos por la variedad de pasifloras (Pasifloráceas), también por ejemplo.
Y cuando se baja a la orilla del mar misterioso que viene y que va con sus mareas de cada siete horas, que lo aproximan o lo alejan, cuando se está en el litoral, se abre el universo maravilloso de los manglares que cubren unas 300 mil hectáreas y que son la característica más sobresaliente de la vegetación costera. La zona de mangle se da en la parte trasera de las llamadas islas-barrera y son cuatro clases de plantas con raíces que se sumergen en las zonas pantanosas y que son grandes retenedoras de sedimentos, lo que contribuye a aumentar la vegetación en el borde del mar. Al interior de los mangles, del rojo que es Rhizophora harrisonii ó Rhizophora mangle; del Avicennia germinans, que es el negro; del mangle blanco o Laguncularia racemosa y del Conocarpus erectus o mangle jelí se reproducen por millones muchas clases de moluscos, como la piangua, que los ribereños usan para sus comidas.
Aunque los botánicos no los consideran dentro del grupo de los más importantes, hay otras dos clases de mangle: el Mora oleifera (mangle nato o nato) y el Pelliciera rhizophorae (mangle comedero o piñuelo) cuyo fruto es de una belleza perfecta, una obra estética inmejorable que cae precisa con su punta incisiva sobre el lodo para renacer más mangle y más mangle.
Los manglares son tan importantes para los ecosistemas como para la vida de todos los días de las comunidades del pacífico. Por entre las zonas de mangle, que crecen al borde de los esteros y de las bocanas, navegan los lugareños y se evitan así los vaivenes riesgosos del mar que ruge. Y pescan lo de todos los días, pero también lo extraen por la solidez de la madera y así se cometen de manera permanente pecados contra la supervivencia misma.
De todo lo dicho –además de las zonas de reserva como los parques naturales nacionales o los santuarios de fauna y flora y monocultivos como la palma africana, el chontaduro, el banano, y la caña de azúcar en el Pacífico domesticado– de todo lo dicho viven los colombianos de por aquí, reunidos en ciudades como Quibdó, Buenaventura o Tumaco, las principales, o en poblados distantes unos de otros, lejanos del bienestar del país urbano, bendecidos por una naturaleza prodigiosa y por una urdimbre de ríos que los comunican. Ríos y quebradas; arroyos y lagunas y ciénagas infinitas que son su vida, pero que también han sido su maldición por cuanto es por ellos que los extractores descontrolados de los recursos mineros se adentran, ocasionando más daño que beneficio a esta perla negra que es el Pacífico colombiano.
*Perfil de la región Pacífico publicado en Savia Pacífico, tercer libro de la Colección Savia, en 2005.